Por David Martín del Campo.- El mundo sin violencia es imposible. Aquel que imaginara la vida como un paseo feliz, encaminándose por la senda de los adoquines dorados por donde marcha Dorothy acompañada por el hombre de lata y el espantapájaros, simplemente no pertenece a nuestra especie.
Habría que revelarle varias circunstancias: 1 -que somos animales (bestias) evolucionadas, 2 -que la lucha de clases existe desde siempre y unos buscan beneficiarse del desempeño del otro, y 3 -que la manera de “estarnos en paz” es mediante la invención de los cuerpos de control (policía, ejército, gendarmería) que impiden los excesos y la criminalidad generalizada.
Vaya exordio para comentar los motines que se han generalizado en los Estados Unidos a partir del asesinato de George Floyd en Minneapolis, la semana pasada, luego que un gendarme lo asfixiara (materialmente) en la vía pública. El susodicho Floyd era, para variar, afroamericano y su ejecutor un policía güero que no atendió su súplica… “no puedo respirar” (I can’t breathe), y que se ha convertido en la consigna (viralizada por las redes) de miles de manifestantes acogotados, igualmente, por las prácticas bestiales de la policía y por el confinamiento a que obliga la pandemia del coronavirus.
El delito de George Floyd fue que habría utilizado un billete falso para adquirir un paquete de cigarros, delito que provocó, 24 horas después, el incendio del edificio de la policía, la destrucción de veintenas de oficinas y el saqueo de centenares de establecimientos comerciales por vándalos anónimos que aprovecharon la circunstancia.
Brutalidad cívica vs. brutalidad policiaca. A eso se reduce todo. Bien lo advertía el pensador alemán Max Weber al asentar que el Estado se define como el “monopolio de la violencia”. Es decir, que al administrar el monopolio de la “violencia física legítima” el Estado garantiza para la comunidad de una nación el orden y la vida social en armonía. Algo que, de cuando en cuando, se trastoca en sus cimientos.
Max Weber no visitó nunca los retenes carreteros de Michoacán, Veracruz ni Guerrero, donde piquetes de inconformes (desde maestros radicalizados hasta comuneros inconformes) desafían a los policías que llegan a restituir el orden, o a la guardia nacional, o a los efectivos mismos del ejército, para vituperarlos, perseguirlos, secuestrarlos y arrebatarles las armas. No es algo que ocurra a diario, pero la imagen se repite invariablemente de manera que la pregunta que surge “¿para qué sirve la policía”, queda sin respuesta.
La brutalidad, del latín “brutus” que significa bestia, animal superior, es algo inherente a nuestra condición humana. La brutalidad es la expresión incontrolada de los instintos, el instinto es el principio básico de la sobrevivencia; luego la vida instintiva es la que logra pervivir; diría Charles Darwin.
Maleducados, desconsiderados, salvajes, ignorantes, “¡ah, qué bruto!”, vienen a ser sinónimos del concepto. De ahí que las explosiones sociales (como ocurre hoy en Minneapolis, Los Angeles y Washington) se puedan descifrar como “encuentros brutales” de las fuerzas del orden contra la población civil en rebeldía. EL presidente Trump, en precampaña electoral, no por nada los ha acusado de “terroristas”, a ver qué raja saca de esa leña.
2020 será recordado como el año estrambótico del siglo XXI. A la pandemia de la peste de Wuhan, controlada a medias, se le ha venido a sumar la violencia civil que comienza a manifestarse por los efectos de la crisis que asoma en todos los rincones. Habrá (y se observan en las calles) miles de nuevos pobres que se han quedado sin empleo. Y en lo que la sociedad se reorganiza para reanimar los centros laborales (los que logren sobrevivir), el germen de la violencia natural del “déjame arrebatarte porque no he comido” estará ahí como una amenaza cotidiana.
El orden, entonces, estará en manos de la gendarmería y el riesgo de la brutalidad (una vez más), a la mano. “Regresar a la normalidad” es el sueño de millones, la nueva o la vieja, porque nadie nunca nos previno de esta tormenta de miedo y reclusión. Brutos que somos.