Por David Martín del Campo.- La muerte no perdona. Paradójica, pero es la principal ley de la vida. Lo aprendemos desde párvulos… los seres vivos nacen, sí, crecen y se reproducen, luego mueren para que el ciclo se reinicie. La historia así nos lo recuerda a diario, ya no se diga la crónica cotidiana del acontecer mexicano.
En días pasados hubo dos funestas conmemoraciones cuya coincidencia refuerza esa proclividad nuestra a enlutar los días. El 26 de septiembre se cumplieron siete años de los eventos de Iguala, por así llamarlos, cuando en una noche de horror fueron masacrados 43 estudiantes de la Escuela Normal de Ayotzinapa, Guerrero.
Insistir en que están “desaparecidos” es un eufemismo, pues nadie (en sus cinco sentidos) puede presumir que los muchachos tuvieron otro destino que la ejecución. El asunto de sus restos es otro cantar… podrían haber sido calcinados, arrojados al río de Cocula, o el vertedero de basura, o la barranca ésa de nombre patético: la carnicería.
Igualmente fue conmemorada, con una marcha a todo despliegue en la ciudad de México, la masacre de Tlatelolco de 1968. Matanza con la que fue extinguido, por cierto, el movimiento estudiantil de aquel año y permitió, asímimso, la inauguración y desarrollo de los juegos olímpicos doce días después. Las crónicas y los documentos de esos días llevan a conjeturar que los muertos de la masacre en la Plaza de las Tres Culturas fue un guarismo que estaría entre las 300 y el centenar de personas; muchas de ellas cazadas por francotiradores en lo alto de los edificios, pero otras muchas asesinadas a quemarropa por los agentes de civil de aquel funesto Batallón Olimpia.
La represión al movimiento estudiantil de entonces fue el precio que pagó el régimen para el advenimiento (mal que bien) de la democracia en México. La matanza de Cocula (luego que los muchachos secuestrasen dos autobuses para su movilización social) fue el precio, también, que a la larga pagó el gobierno del presidente Enrique Peña Nieto para sumergirse en el peor de los desprestigios.
A eso habría que añadir dos factores de similar letalidad que, por su presencia habitual, ya no llaman demasiado la atención de los medios. El primero de ellos, los crímenes que a diario cometen los sicarios de las bandas delincuenciales y los cárteles que operan a todo lo ancho del país. Asesinatos y ejecuciones en Culiacán y Acapulco, en Cancún y Salamanca, en Coatzacoalcos y Puerto Vallarta. Nunca se explica demasiado, porque la impunidad es la norma. Se trata de enemigos del cartel muertos sumariamente, o gente de bien que se negó a pagar una extorsión. Las estadísticas señalan que el número de ejecuciones por día, en promedio, están por encima de las 90 personas. Esto es, más de 33 mil asesinatos anuales.
El segundo factor es la suma de fallecimientos que, por complicaciones de covid, se contabilizan desde la primavera de 2020. A mediados de enero (en la “segunda oleada”) fallecían 2 mil 800 enfermos complicados de covid por día. Actualmente, luego de la campaña de vacunación, la cifra se ha reducido a la tercera parte. Es decir, cada día pierden la vida por consecuencia del coronavirus entre 500 y 900 personas, según la imprecisa contabilidad de las autoridades.
La tercera ola de contagios va disminuyendo (la consabida cepa Delta que ya muchos padecimos), de modo que ya se anuncian actos masivos que, por razón de la pandemia, estuvieron restringidos durante veinte meses. Hay que insistir: la doble vacunación (Pfizer, Aztra-Séneca, Sputnik) no evita el contagio, pero sí la evolución perniciosa de la enfermedad. Así que –como lleva por título el cuento inolvidable de Edmundo Valadés, “la muerte tiene permiso”–, en México la muerte no perdona. Y más porque ese nuevo virus mutante adquirido en los bajos fondos de Wuhan, ha llegado para quedarse. Nos acompañará por siempre, no hay modo de extinguirlo, como tampoco al vector del sida y la malaria. Es una manifestación más de la Creación, así que la vida no, tampoco perdona.