Por David Martín del Campo.- Era el castigo supremo. Algo equiparable a la muerte por ostracismo. “Expulsado”, ¿existía un peor castigo? Se iban expulsados del colegio los más malvados. Los que habían ofendido al profesor, al prefecto escolar, los que incendiaban el basurero, los que habían peleado blandiendo una navaja, los que fueron sorprendidos con aquella revista pornográfica mostrando explícitamente el acto perineal.
Expulsado, ¡agur!, hasta nunca.
Algo así es lo que se pretende reglamentar con el llamado a la consulta popular del próximo domingo, que es de Ramos, por cierto, para el culto católico. La revocación de mandato; es decir, el castigo popular al mandatario que no pudo, no supo o no quiso ejercer el cargo según las leyes. Así lo define mi diccionario. “Rvocacion”: dejar sin efecto una ley o norma”, similar a “remoción”, que es la privación legal de un cargo. Como en los tiempos escolares, el adiós definitivo.
El último Presidente de la República que fue removido -por la vía de los hechos- fue don Porfirio Díaz Mori. La batalla de Ciudad Juárez, el 10 de mayo de 1911, lo convenció de la inutilidad de persistir en el poder, y tras renunciar al cargo se embarcó a Francia, de donde nunca más retornaría. La otra renuncia presidencial fue la de Pascual Ortiz Rubio, en 1932, luego de ejercer el cargo durante dos años, a la sombra oprobiosa del Jefe Máximo de la Revolución, Plutarco Elías Calles. Los demás (López Mateos, Echeverría, Zedillo, Peña Nieto), han resistido a la tentación de la renuncia.
Desde luego que renuncia no significa remoción. La obstinación del presidente López Obrador en que sea votada y validada su iniciativa de revocación puede ser interpretada como su contrario: el espaldarazo popular a fin de que concluya su mandato (faltaba más), toda vez que las encuestas revelan que cuenta con el apoyo del 57 por ciento de la ciudadanía. Y no, se valide o no la consulta del próximo domingo, tengan por seguro que no habrá remoción ni renuncia.
Y hablando de expulsiones, al parecer está en curso la retirada (¿derrota, expulsión?) del ejército ruso de territorio ucraniano. La guerra-no-guerra suma ya cinco semanas y las tropas del nuevo zar de todas las Rusias (bueno, no todas) parece estancado alrededor de las principales ciudades de Ucrania que, se pensó, serían tomadas en cosa de días.
Está por escribirse la historia de la resistencia del ejército comandado por Volodimir Selenski (unos 200 mil efectivos) enfrentando la “blitzkrieg” del caudillo moscovita. Al parecer las batallas se están dando barda por barda, trinchera por trinchera, donde los francotiradores y los cohetes RPG (Javelin) están demostrando la supremacía sobre los pesados tanques T-54 y similares. El tanque pesa 40 toneladas, el tubo lanzador sólo 10 kilogramos. De ahí el encarnizamiento del ejército ruso contra la población civil, indefensa ante los cohetes balísticos, pues en el campo de batalla los soldados y milicianos están ganando la mayoría de los combates.
Tarde que temprano el ejército invasor será expulsado del país invadido. Ocurrió en media Europa (1945), en Vietnam, en México (1849), en Irak y Afganistán. La memoria del autócrata Vladimir Putin no será muy distinta de la que se tiene de Hitler, de Atila, del general Hideki Tòjo. Aunque claro, debe ocurrir la expulsión (o la retirada pactada) del territorio ukraniano. Y lo que de ello devenga en Rusia y, no menos importante, en la complaciente Bielorrusia.
Expulsar, correr, despedir. ¿Qué hacer con los invasores, los insolentes, los pretendidos iluminados queriendo imponer sus preceptos?
Algo así habrá de ocurrir el Domingo de Ramos. En Jerusalén ha llegado el Profeta que despotrica contra los señores del poder y la ausente misericordia, así que habrá que expulsarlo de la ciudad. Aprehenderlo, martirizarlo, ejecutarlo mientras los demás participan en la consulta popular. No vaya a ser que le hagan el feo.