Por David Martín del Campo.- Como un relámpago, sin quejumbres, certero y hasta valiente ha sido el óbito del poeta. Eduardo Lizalde pertenecía a una estirpe especial. Un poeta elegante, viril, dueño de una elocuencia de resonancia barítona. Sus pasiones eran pocas, diríase que espartanas: el arte operístico, la conversación, la palabra en todas sus vertientes.
Escucharlo disertando en la frecuencia del 94.5 era todo un espectáculo. Lo mismo reflexionaba en torno a las óperas de Ricardo Wagner, tarareando tal o cual fragmento de “Tannhauser”, que explicando los poemas postreros de Antonio Machado. Capitalino de 1924, hermano del añorado actor de nombre Enrique, Eduardo Lizalde supo diferenciarse, distanciarse, de la generación vecina de Contemporáneos. Jaime Torres Bodet, Xavier Villaurrutia, Carlos Pellicer, Jorge Cuesta… Lo suyo estuvo más impactado, supongo, por los estridentistas (Manuel Maples Arce, List Arzubide) fascinados con la máquina, el desastre retórico, la vacuidad urbana.
Vinculados más a la plástica (Germán Cueto, Luis Quintanilla, Fermín Revueltas) los hermanos Lizalde compartieron temporalmente una casa en Coyoacán, donde eran vecinos del juguetón Tito Monterroso. En aquel tiempo integraron con otros rapsodas una panda de reminiscencia memorable: la Liga Leninista Espartaco, que recogía las migajas de la “Célula Carlos Marx” del cuestionado Partido Comunista.
Andaban en esos pasadizos el poeta Lizalde, José Revueltas, Guillermo Rousset Banda, Martín Reyes Vaysade, Enrique González Rojo… que eran la esencia misma del pensamiento de izquierda avanzada (en su momento). La leyenda cuenta que, amén de discutir la posible salida “digna” a la derrota que había sufrido el movimiento obrero mexicano con la decapitación del sindicalismo ferrocarrilero y magisterial, los espartaquistas practicaban otro tipo de militancia.
Uno de ellos me lo contó copa en mano: “Nos reuníamos durante dos o tres noches a discutir de corrido. Llevábamos libros de teoría política, alguno de César Vallejo, algunas botellas de ron, una bolsa de tortas, discos de ópera… debatíamos, recitábamos a Vallejo, nos quedábamos dormidos, alguno de bañaba, otro se preparaba unos huevos fritos. Geniales, jornadas geniales de las que salíamos revitalizados y sí, algo crudos”.
Eso se ha acabado. El proletariado cavó su sepultura en la noche de Navidad de 1991, cuando el presidente Mijaíl Gorbachev anunció la disolución del sueño de Vladimir Lenin. Ahora los poetas no luchan contra nada, es decir, si acaso contra la ruindad de sus editores. Otros temas (la lucha del feminismo, la inclusión sexual, la vigilancia del entorno natural) han derrumbado las tesis comunistas, anarquistas y de emancipación marxoide.
Ah, cómo nos hacen falta las voces de José Revueltas –el buen Pepe–, de List Arzubide, tan desquiciante y provocadora, del egregio Eduardo Lizalde lamiéndose las garras para dar el siguiente zarpazo de sabiduría y memoria.
“Si yo pudiera decir todo esto en un verso…
si pudiera, siquiera,
poner la letra primera,
lazar como a una vaca ese primer concepto,
si pudiera empezarlo
si alcanzara, ¡malditos!,
cuando menos, a tomar la pluma.
¡Qué poema!”.
Aquellos días tumultuosos han quedado en nada. ¿Ya te vacunaste? La enjundia de la palabra fue demolida con los misiles del miserable hijo de madame Putina. ¿No has visto mi cubrebocas? El coraje y el sentido de la frase poética es un frapuccino del Starbuck. ¿Tú crees que Gatel miente? El tigre anda, otra vez, suelto.