Por David Martín del Campo.- Juan Antonio Negrín, personaje de La niña Frida, pregunta de improviso: –Oiga, maestra, ¿por qué el Himno Nacional menciona la palabra “guerra” once veces en todas sus estrofas? La profesora no sabe qué responder. Contesta cualquier tontería.
No es lo mismo perder una guerra que ganar una batalla. La historia nacional suma un balance demasiado pesimista. Hemos perdido demasiadas guerras y salido victoriosos en muy escasas batallas. Una de ellas, la batalla mexicana por antonomasia, es la del 5 de Mayo. La comunidad chicana en Estados Unidos celebra esa fecha como el gran día del orgullo nacional, y muchos la confunden con la batalla por la Independencia.
Sí, claro, un batallón de milicianos indígenas, provenientes en su mayoría de la sierra poblana, vencían al ejército invasor de Napoleón III en su afán de reestablecer una pica en América. Era de no creerse. La mala noticia, sin embargo, fue que un año después la ciudad de Puebla caería tras el sitio urdido por el general Fréderic Forey, el 19 de mayo de 1863. Días después el ejército francés ocuparía la ciudad de México y el presidente Juárez iniciaría su éxodo por los territorios del norte.
Otras batallas felices de las fuerzas mexicanas fueron la de El Álamo, en febrero de 1836, cuando resultó derrotado el ejército de separatistas tejanos que encabezaba, entre otros, el legendario Davy Crockett. O la batalla de la Noche Triste (1520), o la incursión de Pancho Villa en Columbus (1916). Después, nada.
De ahí el alborozo con el que es celebrado el 5 de Mayo, porque otras batallas han quedado en treguas sin reposo… la batalla contra el hambre, la batalla contra el paludismo, la batalla contra la evasión fiscal, la batalla contra el crimen organizado. Y así, cada periodo elige a su enemigo a modo, fija el campo de batalla e inicia la ofensiva.
El adagio advierte que no hay peor batalla “que la que no se intenta”, aunque habría que pensarlo. Las batallas en el desierto, la novela de José Emilio Pacheco, hace referencia a la primera guerra entre la joven nación israelita y los combatientes palestinos, en aquel remoto año de 1949, y que nutría las primeras planas de la prensa. Era el juego de los niños de entonces, jugar a las batallas del Sinaí donde los “árabes” peleaban contra los “judíos”. La batalla contra “los emisarios del pasado”, que entabló el joven gobierno de Luis Echeverría, o la batalla contra el cáncer que enfrentan a diario las instituciones de salud.
El gobierno actual ha decidido que su batalla –de nueva cuenta– será contra el pretérito reciente y todo lo que ello implique (neoliberales, fifís, conservadores y corruptos de todo pelaje). Una batalla de pronóstico reservado en la que sólo hemos tenido escaramuzas, como las protagonizadas por los ladrones del huachicol, o los paristas de la CNTE apoderándose del discurso educativo nacional. Escaramuzas que sugieren hacia dónde habrán de correr los subsecuentes combates, de mucha retórica y escasa pólvora.
Hay batallas de heroísmo legendario. La de las Termópilas (480 años antes de nuestra era), la batalla de Waterloo (1815), la batalla del Somme (1916), o la de Stalingrado (1943-44), en la que habrían muerto 2 millones de combatientes. Las nuestras, sí, son batallas, pero del diario subsistir. ¿Cómo resucitar al PRI en su inminente asamblea? ¿Cómo lograr el crecimiento al 4 por ciento anual con todos los vaticinios en contra? ¿Como llegar a fin de mes sin ordeñar el cajero automático?
Cuando yo era niño todavía desfilaba el 16 de Septiembre don Manuelito de la Rosa, que era el último combatiente vivo de la gesta del 5 de Mayo. Así lo retrató Diego Rivera en su mural “Sueño dominical en La Alameda”, donde el anciano se ladea por el peso de las medallas, sobreviviendo como un relicario republicano. Así demostraba que sí, todavía se pueden ganar algunas batallas en los límites de la dignidad, aunque siempre hemos preferido los candiles simbólicos. Es más sencillo que ganar la guerra.