Por David Martín del Campo.- La pregunta es una y solamente una: ¿existe la belleza? En la respuesta de cada quien reside el Diablo… o el ángel de redención. No se precipiten, para responder a la pregunta hace falta una serie de consideraciones que trataremos de exponer de manera inofensiva, no vaya a ser que nos asesten 18 horas de trabajo comunitario.
Cuando era niño apareció en casa la Belleza. Mi padre, que se daba sus tiempos para garbear por las calles, una tarde volvió a casa con un trofeo inusual. Se había colado en una subasta pública, de esas que acostumbraban ofrecer las casas de antigüedades, para retornar con ese paquete. Era una réplica de la Venus de Milo, labrada en alabastro, que pesaría sus buenos siete kilos. La colocó sobre una ménsula para que de una buena vez fuésemos aprendiendo los principios de la estética greco-latina, supongo.
En el espíritu del ser humano hay algo que podríamos denominar como «admiración estremecida». Ocurre cuando miramos, y nos reconocemos, ante una figura ideal. Una presencia que conjuga todo aquello que signifique nuestro paso fugaz por la existencia… juventud, gracia, lozanía, garbo, proporción. Algo que está presente en la mentada Venus de Milo (aunque tunca) y no necesariamente en los monigotes que dibujaba José Luis Cuevas. Lo que sigue, después de contemplar aquel cuerpo de belleza, es cualquier catarsis, incluyendo un suspiro. Esa emoción que nos hace brindar, celebrar con ditirambos y silbidos, refocilarnos incluso… insisto, porque la belleza existe.
Ahora resulta que hemos capado jurídicamente a Cupido. Ya no más el albañil, desde su humilde andamio, podrá expresar mientras mira pasar a la muchacha salerosa rumbo a la tortillería… «Adiós, dulces meneos». En cosa de minutos llegará la policía metropolitana para aplicar la nueva Ley de Cultura Cívica, y acusado por la infracción «contra la dignidad de las personas», será remitido a chirona durante 36 horas. Quién le manda dar rienda suelta a sus hormonas.
Lo mismo ha ocurrido en Bélgica, Argentina, Alemania, donde los piropos de antaño se han convertido en la afrenta de hogaño. Ya no más la musa cachonda arderá en el corazón de los viandantes pues la sola expresión de ese halago admirativo será causal de la sanción administrativa que, en el mejor de los casos, culminará con el trabajo comunitario durante 18 horas. Es decir, enchapopotar calles en vez de celebrar la oda inspirada de López Velarde, Manuel Acuña, ya no se diga don Renato Leduc.
De lo que se trata, en esencia, es de liquidar el trasfondo machista de esas expresiones emocionadas por el espíritu de Eros, Afrodita o la concupiscente Porna, que era la deidad del amor simple y voluptuoso. Porque la emisión de un piropo –implica el nuevo reglamento–, es un acto de hostigamiento, de acoso e intimidación, igual que los palomos correteándose en el atrio parroquial. Las hormonas aherrojadas y ya nunca más el estro poético buscando la rima de esa fragancia flotando por donde la muchacha pasó legándonos su vitalidad cimbreante.
Ya se ha dicho, la corrección política (y cívica) terminará por hacernos máquina asexuadas, desideologizadas, como ladrillos perfectos ausentes de deseo y pasión, como auguraba Pink Floyd en su melodía inmortal. Prefiero quedarme con la secuencia fotográfica de Nacho López, aquella titulada «Cuando una guapa parte plaza en Madero», de 1953, en la que la curvilínea Maty Güitrón va arrebatando corazones, silbidos y piropos a su paso por la avenida.
Algo así ocurrió en casa. Un buen día, cuando arribábamos a la adolescencia, la Venus de Milo desapareció de su consola. Mi madre aseguró que ya no iba con los muebles que había comprado para modernizar la sala, así que había regalado la figura de escayola a los hombres de la basura. Quiero suponer, entonces, que adelantándose a la transformación educativa de estos tiempos, mi madre fungió como promotora de las nuevos lineamientos estéticos que habrán de imperar, y de ese modo legó a los aguerridos pepenadores un remanso de estética inconsútil, en cuyas manos ardían todo tipo de emociones. Porque la belleza existe, ya lo decíamos.