Por David Martín del Campo.- A medio encuerar iba la mujer, corriendo como desaforada, por la banqueta del Anillo Periférico. Parecía escena de la película de Wody Allen (“Robó, huyó y los pescaron”), ya no se diga de “¿Y dónde está el piloto?”. El policía de la esquina, advertido por el remoto tiroteo, tuvo los aprestos para detenerla. “Ey, párese, ¿por qué corre de esa manera?”, le habría preguntado.

         La ejecución de Benjamín Yeshurun y Alon Azulay, la tarde del miércoles 24, pasará a la historia como el capítulo pendiente de una novela de intriga internacional. El doble crimen perpetrado en la Plaza Artz, al sur de la ciudad de México, fue seguido como si se tratase de una capítulo más de la serie de Jason Bourne. Dos comensales se levantan de la mesa y con absoluta ecuanimidad se dirigen a la terraza del local, donde Yeshrun y Azulay departen con una mujer. Sacan las pistolas que llevan ocultas y a cada uno le sorrajan cinco tiros; luego corren fuera del restaurante Hunan, empujando a los meseros, y en el camino avientan las armas, se desprenden de las chamarras, de las pelucas, buscando la calle donde seguramente los espera un secuaz.

         Veinte años atrás el crimen hubiera pasado a las estadísticas de la impunidad. Nadie vio, nadie supo, nadie los señaló. Ahora existe la vigilancia permanente de los lugares públicos donde generalmente ocurren los ilícitos. Al sistema de le denomina C-4 que significa, simplemente, “centro de comando, control, computación y cómputo”. Es decir, hagamos los que hagamos, vayamos adonde vayamos o nos disfracemos de lo que nos disfracemos, siempre habrá un ojo vigilando nuestro desplazamiento.

Así se anunciaba en la novela “1984” de George Orwell, donde se avizoraba ese sistema de espionaje permanente protagonizado por el legendario “Big Brother” totalitario, que todo lo ve, todo lo sabe y todo lo dicta, como ocurre hoy día. Nadie se salva. A la fecha he recibido media docena de multas en las que se exhibe a mi auto en total flagrancia: pasándose un alto, “pisando” el paso de los peatones, dando una vuelta prohibida. Cada expediente luce dos imágenes; una toma general, donde se ve el vehículo, y un acercamiento a la placa para demostrar la infracción.

         La ejecución de los capos israelitas (porque no otra cosa eran) vino a sugerir que el crimen internacional es eso y no una ficción de los guionistas de Hollywood. Al parecer los ajusticiados pertenecían a una red de tráfico de armas y sus orígenes estaban en la agencia Mossad de investigación estratégica israelí. La mujer que participó en la ejecución, identificada como Esperanza Gutiérrez (33 años, madre soltera), inicialmente afirmó que el crimen habría sido cometido “por motivos sentimentales” y que el pago del mismo (“el jale”) fue concertado por cinco mil pesos. ¿Tan poco vale una vida?, cabe preguntar.

         De no creerse. Si las víctimas hubiesen sido Juan y Pedro, comiendo sopes en una fonda, el crimen seguiría en la impunidad y hasta las calendas, pero como ocurrió en un sitio de postín y los occisos tienen alcurnia internacional, la investigación judicial fue expedita. Máxime que la susodicha gatillera se paseaba tan aireada, en simple corpiño, desprendiéndose de la indumentaria que llevaba cuando el crimen.

         Así que demostrado queda que hemos perdido el secreto, la intimidad, la privacidad de antaño. Todo por culpa del sistema de vigilancia encubierta vigilando nuestros pasos, y nadie se salva de sus garras punitivas, ahora que el disimulo es pieza del pasado. Es lo mismo que le ha ocurrido al gobernador de Puerto Rico, Ricardo Roselló, víctima del “chatgate” donde fue exhibido su desprecio por la ciudadanía de la isla, que encendió a la población.

Ya no hay lugar para el misterio, las sombras, la inmunidad. Las sombras nos persiguen como espías de irrealidd. Pertenecemos a una nueva especie: el “homo expósitum” abandonando la intimidad y el secreto de otrora. El ojo de Dios no parpadea, ni el C-4. Para nuestro bien, para nuestro mal.