por David Martín del Campo.- Así gritábamos a media función cuando en el cambio de rollo el proyeccionista descuidaba el enfoque. “¡Cácaro!”, porque hubo uno famoso, dañado por la viruela, que lo había dejado cacarizo. Y al oficio se le quedó el sobrenombre.

         Antes de la conquista, en el edén primigenio, vivíamos en plenitud y felices, muy felices, ausentes de los excesos en el ritual del gran Teocalli. Pero llegaron las carabelas con los hombres barbados, y con ellos la inquina y la sumisión… amén del idioma de Castilla, la evangelización y las epidemias de ultramar.

         La peor de ellas fue la viruela que, según los antropólogos, habría diezmado la población indígena. Se estima que para de la conquista, en 1521, habrían muerto por contagio de viruela unos 3 millones de mexicanos en el valle de Anáhuac. Después continuarían los efectos desastrosos de ese mal, que fue bautizado como “hueyzáhuatl” (la gran peste). Muchos la confundían con la otra epidemia coincidente, el “cocoliztli”, que no era más que salmonelosis. De ahí la añeja expresión de que las cosas “están del cocol”.

         Recientemente han circulado noticias de una nueva enfermedad surgida en el corazón de África, posiblemente contagiada por los simios. Se le denomina Monkeypox, “viruela del mono”, o MPOC. No muy distintos fueron los primeros informes de cuando en la región de Wuhan (China, 2019) empezó a extenderse el después denominado Covid. Como se recordará, el microbio contagió prácticamente a toda la humanidad en el lapso de 2020–23, y costó la vida a cerca de 30 millones de personas alrededor del planeta. 

         De propagarse fuera de control, el MPOC será el dolor de cabeza del nuevo gobierno de la doctora Claudia Sheinbaum. La Organización Mundial de la Salud (OMS) ha lanzado una alerta preventiva por la expansión del mal, y el registro de un primer caso en Suecia. Tedros Adhanom, responsable del organismo, ha referido que la letalidad del mal es del 10 por ciento de los infectados. Está por demás mencionar los terribles efectos que el vector ocasional al enfermo. Las imágenes de los contagiados, cubiertos de pústulas, son desoladoras.  

         Se presume que, en términos históricos, la viruela fue erradicada del planeta en 1979. Ello gracias a la profusa vacunación del mal, que ya no alcanzó la más reciente generación. El nuevo vector, transmitido por los monos, recuerda al del Covid que fue propalado por el pangolín (una especie de armadillo), aunque no ha sido suficientemente explicado.

         No sería correcto infundir el pánico entre la población, aunque sí es necesario mantenernos alerta. La viruela puede afectar al cerebro y provocar, incluso, la ceguera. Y de la apariencia física, mejor ni hablar.

         El problema es que hoy día los vectores epidemiológicos viajan en clase turista. Cuando la Edad Media, se recordará, la lepra y la peste negra se expandían, digamos, a trote de cabalgadura. Primero era en Venecia, luego en Viena, París, finalmente en Londres. La expansión tardaba años, y la gente sabía que tarde o temprano el mal arribaría. Hoy día se desplaza a la velocidad de los vuelos intercontinentales. No hay modo de frenarla, el primer caso es en Nairobi, el tercero en Nueva York.

         Lo más lamentable –amén de los millones de defunciones que ocasiona–, es que las pandemias contemporáneas rompen con la vida civil. Escuelas cerradas, hospitales abarrotados, empresas quebradas y la población enclaustrada en casa durante meses… o años. 

         Ya veremos a los científicos desvelándose para crear la nueva vacuna, y el repudio que las víctimas sufrirían por su aspecto físico y el temor al contagio. Una novela distópica que sería preferible no imaginar. 

         ¿Tendremos algunos cacarizos paseándose por la vida igual que Rafael González? Es el nombre del legendario operador que se dormía en el cambio de rollo, y nuestros padres le echaban la bronca… ¡ese Cácaro! Lo vimos en la película Cinema Paradiso (1988), donde Totó, el inquieto niño convertido en proyeccionista, cumple con el oficio regalando sueños a los asistentes. Aquel tiempo cuando citábamos a la novia y compartíamos palomitas… hasta la aparición de Netflix. Ahora ya nadie grita nada… Ah, los cácaros extinguidos.