Por David Martín del Campo.- Estoy en el rincón de una cantina, oyendo una canción que yo pedí, y así tomando mi tequila, es que emprendo la escritura de estas líneas para ti. Ni José Alfredo lo hubiera puesto mejor. Al fin que en ese sitio de aislamiento y penumbra, nadie, más que yo, será testigo de mis desvergüenzas. El bar no es el var, y en eso estriba, precisamente, el carácter anónimo de mis fechorías.
Desde el verano pasado la presencia del VAR (Video Assistant Referee) es la norma suprema en los encuentros futbolísticos. La sala con los monitores, siguiendo la transmisión simultánea de una docena de cámaras televisivas, es el juez supremo de la justa deportiva, y el futbol internacional está resintiendo ya las pifias de los silbadores (suprimiendo un gol o aplicando una sanción) toda vez que la norma se está extendiendo a otros espectáculos deportivos, como el béisbol profesional y el atletismo.
De ese modo la visión futurista que tuvo George Orwell al concluir la II Guerra Mundial, cuando emprendió la escritura de su novela “1984”, es hoy una realidad. El estado totalitario que imaginó, gobernado por un dictador fantasmal denominado Big Brother (algo así como un Füerer o un Stalin que vigilan todos tus movimientos) es actualmente una realidad prosaica. Sales de casa, entras al banco, te diriges a la oficina, subes el ascensor, retornas en el Metrobús y a lo largo de ese periplo tus pasos han sido seguidos por un centenar de cámaras televisivas, de manera que tu candidez ha pasado a mejores tiempos.
Ya nadie es inocente (no del todo), ya nadie es anónimo (a menos que se emboce con un pasamontañas), ya nadie puede objetar honradez a partir de la propia palabra habiendo ese equipo de acecho cotidiano del que, la verdad, nadie se salva. El domingo pasado Dardo Scavino publicó un impresionante reportaje en el suplemento de El País donde narra, por ejemplo, la muerte del yihadista Rashid Kassim, el 10 de febrero de 2017, en la localidad siria de Mosul… ajusticiamiento que fue ejecutado desde un cuartel remoto en el desierto de Nevada.
Es el Big Brother orwelliano llevado a sus extremos. Monitoreado por satélites militares, el cabecilla del ISIS (que presumía por internet sus ejecuciones contra los “infieles”) fue eliminado por el misil lanzado por un dron que sobrevolaba en el poniente de Siria. Los “asesinos de oficina”, como se les denomina, había seguido los movimientos de Kassim desde semanas atrás, hasta que se decidió el momento de dirigir en su contra el proyectil Hellfire que destruyó la casa donde se encontraba. Algo así como un relámpago venido de ninguna parte, pero eso sí, monitoreado en silencio por las cámaras que daban seguimiento al ataque militar. Así que “lejos” es cerca, y ecuanimidad el momento previo al golpe de violencia.
Vivimos algo que podría denominarse como la liquidación de la vida privada pues los ojos vigilantes del Estado lo observan todo, lo saben todo y sólo cuando la circunstancia conviene es que se decide arrojar el misil, o la batida, contra el infractor.
De los años intrigantes del espionaje al estilo Mata Hari, donde la verdad era revelada en la intimidad venérea, a estos tiempos en que todo mundo espía a todo mundo por medio del fisgoneo tecnológico, la que ha salido perdiendo es la vida privada. Ya no se diga la existencia íntima.
Todos quieren inmiscuirse en los calzones y las cuentas bancarias de los famosos y los hombres del poder. Ya seas Javier Duarte o Bill Clinton, los paparazzis y los micrófonos incrustados en tu alcoba terminarán por delatarte.
Big Brother, el hermano mayor del totalitarismo contemporáneo, quiere saberlo todo de ti y se saldrá con la suya tarde que temprano. Ya sea el VAR en el partido de la liguilla o los tropiezos financieros a la hora de querer legalizar los chanchullos de Oderbrecht. Por eso, en el rincón de esta cantina, que nadie se entere, que me sirvan otro tequila, que tu recuerdo y yo sean nada perdiéndose en la niebla del anonimato. Sé feliz y apaga ese micrófono.