Por David Martín del Campo.- Sí, pero no. La infancia se nos va como un eterno capricho donde todo es posible pero está igualmente prohibido. Quizá como un resabio del Árbol del Mal que fue el precio de nuestros días asalariados, está la tentación a obtenerlo todo (la libertad, la complacencia permanente) a cambio de saltarnos el mandato de restricción. “No comerás el fruto del árbol del conocimiento”, y ahí vamos de necios con Adán.
Hay un punto de inflexión entre la voluntad y la razón. Alguien diría, ”es de lógica elemental”, así que nos debatimos entre esa doble puerta que no es más que ambigüedad. Nos dicen por la mañana, “ya es tiempo de salir de casa, con las debidas precauciones, porque es conveniente acabar con el confinamiento”. Y por la tarde, en la misma frecuencia, va la competente reconvención: “no salgan de casa, aún no hemos abandonado la emergencia, sólo así venceremos la epidemia”. ¿A quién creerle? ¿A quién obedecer?
La esquizofrenia se define, en general, como la enfermedad de la doble personalidad. “Míster Jeykill y míster Hyde”, como en el relato clásico de Robert L. Stevenson donde el personaje es, al mismo tiempo, un monstruo y un santo. Así ahora el planteamiento esquizoide que está al día.
El diccionario la define como las enfermedades mentales caracterizadas por la alteración de la personalidad y la pérdida del contacto con la realidad. Esquizofrenia, sí, porque nos invitan a creer en un discurso de la realidad (más o menos ceñido a la ciencia) y otro que responde a otros datos. Así que el conflicto corresponderá, en todo caso, al individuo y su albedrío. Obedecer o desobedecer, ¿pero obedecer a quién?
Y encima que el discurso aperturista no obtiene, en lo inmediato, los pretendidos efectos: salir de casa, reiniciar el consumo, colmar los centros sociales, encender los motores de la economía. La crisis es demasiado profunda, la pérdida de los empleos llega al millón de personas, las plantas productivas no garantizan la salida inmediata de sus manifacturas, el medio comercial está a punto de colapsado; es el peor mundo imaginado por el leviatán.
Pero hay que salir, nos dicen, como está ocurriendo en Europa, que ya pasó por lo peor. Abrir poco a poco los espacios públicos, las calles y plazas, los centros comerciales, la vida y las ventanas. Qué más quisiéramos que regresar a esa vieja normalidad cuando reunirse a jugar dominó no era un crimen y asistir a una función de cine el regalo de fin de semana. Esa vieja normalidad que, aseguran, ya no retornará pues se ha ido a las vitrinas de la arqueología.
Ahora vendrá una “nueva” normalidad… amorfa, embozada, recelosa, enemiga de participar la intimidad como antes. Y encima que el dinero (como siempre) será un bien que buscado hasta debajo de las piedras. ¿Cómo hacerse de un ingreso más o menos lícito, cómo asegurar el gasto familiar, cómo ingeniárselas para inventar nuevos modos de participación mercantil?, porque en el mercado, no lo olvidemos (horripilantes neoliberales) es donde se dirimen los talentos, las capacidades, la necesidad y el espíritu emprendedor.
Y encima que el vértigo mediático ha sido tozudo como pocas veces… en cosa de semanas pasamos de la agitación feminista empecinada al vandalismo descontrolado como efecto de los abusos policiacos (casos de George Floyd y Giovanny López), a la pandemia global y a la crisis económica en tobogán.
Como efecto de esa misma esquizofrenia, las recientes protestas colmando las calles de Estados Unidos y México han sido efecto de esa doble conciencia que deambula por doquier, y que habita en nuestro teléfono celular. Tanto el caso de Floyd en Minneapolis como el de Giovanny en los suburbios de Guadalajara, fueron grabados por gente anónima que supuso ésa como su única forma de protestar por el abuso: hacer un testimonio mediático del caso, porque verdad de las verdades, ya no hay (casi) crímenes anónimos que escapen del “Gran Hermano” vigilante de las cámaras de vigilancia urbana y los millones de celulares que guarda la ciudadanía en su pantalón. La esquizofrenia, ya lo decíamos, se ha desatado.