Lo recuerdo tirándose a la cama transido por la fatiga. Mi padre no había nacido para eso, sólo que en la oficina dieron la orden de presentarse y que se pasaría lista de asistencia. No quedaba más remedio. Aquel Primero de Mayo mi padre asistió a la marcha obrera en el contingente de la SCOP, donde laboraba diseñando el trazo de puentes y carreteras. Y que don Adolfo López Mateos, en el balcón presidencial, vitoreara con su gabinete a esos burócratas celebrando la efeméride… “Gracias, Señor Presidente”, anunciaban las mantas proletarias.
Eso va quedando en el basurero de la historia. Ya no están las fotografías panorámicas en la primera plana, y las sonrisas de satisfacción de los jerarcas… Nikita Krushev, Fidel Velázquez, Luis Echeverría, Nicolae Ceaucescu, Vicente Lombardo Toledano, Blas Chumacero, vamos, Evaristo Pérez Arreola. Ya nada de eso es vigente, si acaso alguna avenida con el nombre vindicativo.
Arrasar con el pasado es lo consigna. Que no quede huella, “que no, que no, porque estoy seguro que tú ya ni me recuerdas”, cantarían los solistas de Bronco, porque ha sido la balada de estos tiempos de ingratitud y picota. Véase, por ejemplo, el caso del Paseo de la Reforma, que alguna vez se equiparó a los Campos Elíseos parisinos. Ahí estaban los monolitos que nos daban civilidad y honra. La Diana Cazadora –Artemisa–, apuntando su arco hacia el bosque de la mitología grecorromana que engendró nuestra cultura; el Caballito de Carlos IV, celebrando al triste monarca español vencido en Trafalgar; la estatua señera de Cristóbal Colón, que inauguró el destino de nuestro continente y dio nombre, por cierto, a la nación colombiana; o la centenaria palmera en la glorieta del entronque de Niza, que ahora se han llevado al aserradero… Nada de eso queda donde estuvo. El castigo de los nuevos autócratas es impío, y donde argumentan principios ideológicos o de inclusión, no cabe más que la deslealtad con el ser nacional y, ya lo decíamos, la ingratitud.
Es que somos distintos, refutan. “Queremos pasar a la historia como los aniquiladores”; nuestros verbos son tres y uno solo: arrasar, derruir, devastar. Quizá por ello el gesto cínico de los diputados de Morena y el PT al conformar el Grupo Pro Amistad con Rusia, que no esconde su admiración por el déspota del Kremlin quien ha emprendido el ataque (y la devastación, otra vez) de Ucrania. Ah, romper juguetes, instituciones, monumentos. Qué fácil manipular el mazo y la carga de dinamita.
Así se cumple un año del accidente de la línea 12 del Metro, que costó la vida a 27 personas. ¿Cuántos trenes urbanos han tenido un percance así alrededor del mundo? Ninguno, que yo recuerde, y sólo aquí –por las prisas de inaugurar ésa que se dio en llamar “la línea dorada”– fueron escatimados los famosos doce pernos, la soldadura fue deficiente y la fragua del concreto apresurada. ¿Por qué no se decidió que el Metro fuera subterráneo, como lo es en el resto de las líneas? Pues porque no “luce”, no se ve, y así alto en los vertiginosos diez metros sobre el pavimento, se gana la admiración de los electores… y se pierde ante las contingencias tectónicas.
Mezquindad, arrogancia, ineptitud.
Pero, ¿gracias de qué?, se lamentaba mi padre junto al pañuelo y el vaso de agua con hielo, a punto de adormilarse extenuado aquel Primero de Mayo de 1963. Había cumplido con la consigna del sector, nunca supo si la CTM, la CNOP o el sindicato de la SCOP, porque los señorones del régimen querían las “masas” en las avenidas, los cortometrajes de cine, las panorámicas en la primera plana de los diarios.
Entonces aún se pensaba que la misión del régimen era construir y más construir… puentes, carreteras, hospitales, escuelas, líneas férreas, museos, centrales marítimas y sí, por qué no, monumentos y monolitos celebrando héroes y efemérides.
Construir y destruir. La Guerra en Ucrania pareciera, a ratos, tener una sucursal en casa. Ah, tan fácil que es echar mano de la picota. Los pretextos sobran.