Por David Martín del Campo.- Hasta donde entendemos el ser humano es la única especie que hace preguntas. ¿Dónde queda Naolinco? ¿Que hora es? ¿Le gustaría tomar un café conmigo? De ese modo externamos nuestras inquietudes, obtenemos respuestas y, con ellas, guiamos un poco nuestro proceder.
Hay profesionales de las preguntas. Son los inquisidores (“¿Reniegas de Satán y sus esbirros del Averno?”), los entrevistadores (“Señor diputado, ¿qué alcance tiene la deslumbrante iniciativa que ha decidido lanzar para la definitiva modernización del municipio?”), los científicos (“¿Por qué un cuerpo sumergido pesa menos?”) y, desde luego, los niños (“¿Ootra vez enfrijoladas?”).
Hasta donde recuerdo existen dos libros cuyo contenido es un perpetuo interrogatorio. Uno, casi póstumo, es del poeta Pablo Neruda y se titula precisamente, “El libro de las preguntas”. En él lanza una serie de interrogantes de lo más deslumbrante, entre otras aquella que plantea: “¿Cómo se llama ese coctel que mezcla vodka con relámpagos?”. Yo, la verdad (como están los tiempos), me bebería dos.
El otro libro es de Gustavo Sáinz y lleva por título “La muchacha que tenía la culpa de todo”. Fue un libro de su etapa experimental en el que se suceden preguntas y más preguntas, sin respuesta alguna, de modo que el lector va perfilando (en la desesperación) al asediado personaje de la novela. Un mal amigo lo instó, alguna vez, a escribir “el libro de las respuestas”.
Quizá las preguntas más incisivas, capciosas o virulentas, eran las que formulaba Mafalda, el personaje del desaparecido Quino, el monero más querido de mi generación. Como se recordará, Mafalda fastidiaba permanentemente a su madre lanzándoles preguntas de corte feminista, ambientalista, pacifista, que nadie podría responder sin esbozar una feliz sonrisa de resignación.
Ahora sin Quino (y sin Mafalda) el mundo ha perdido a un brillantísimo preguntador, dejándonos con las respuestas de siempre. Las monsergas, las promesas, las estadísticas.
Pero la pregunta suprema acaba de ser formulada en días pasados, y supera en surrealismo a las formuladas por Mafalda, Neruda o Gustavo Sáinz. Escuche usted:
“¿Estás de acuerdo o no en que se lleven a cabo las acciones pertinentes, con apego al marco constitucional y legal, para emprender un proceso de esclarecimiento de las decisiones políticas tomadas en los años pasados por los actores políticos encaminados a garantizar la justicia y los derechos de las posibles víctimas?”.
A eso, en castellano, se le denomina galimatías. O sea, un lenguaje “oscuro por la impropiedad de la frase, por la confusión de las ideas”. Los autores de la pregunta, ya lo adivinó usted, son los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, que aprobaron la iniciativa presidencial encaminada a la realización de una consulta popular que juzgaría los desempeños de cinco ex presidentes, desde Salinas de Gortari hasta Peña Nieto. Pero, en su beneficio, los juristas le restaron virulencia al quitar a los implicados, resolviendo esa redacción absurda, confusa y desordenada. Un absoluto lío conceptual.
Porque eso de preguntar si estamos de acuerdo con averiguar o no asuntos “apegados al marco constitucional”, resulta hasta ofensivo. Y luego eso del esclarecimiento de acciones “en años pasados” de los “actores políticos” encaminados a garantizar los derechos de las posibles víctimas… pareciera que se pretende un segundo Tribunal de Nuremberg, donde juzgaríamos no solo a Adolfo Hitler, sino también a Napoleón, al general Pershing (persiguiendo a Pancho Villa), a Francisco Franco, a Perón, a Plutarco Elías Calles y al delegado de Tláhuac en 1944. Y que se cuiden, porque la consulta (es de preverse) será del todo condenatoria.
Cuando acuda yo en agosto a emitir mi voto, llevaré la estampa de Mafalda en el bolsillo, responderé con otra pregunta, la última, igual que Neruda en su poemario… “¿Quienes gritaron de alegría cuando nació el color azul?”.