Por David Martín del Campo.- ¿Por qué está allí? La pregunta nos asalta una y otra vez, alguna noche, cuando asoma como un portento de luz sobre el descampado. ¿A quién se le ocurrió montarla en mitad del cielo y, sobre todo, qué sería de nuestras soledades sin su presencia, a ratos tan esquiva?
Están por cumplirse 50 años de la Expedición Apolo 11 que nos puso en la luna (¿nos puso?). Recuerdo aquella noche, la familia entera expectante ante el televisor, escuchando la narración que hacía Jacobo Zabludovsky de aquellos tres navegantes circunvolando nuestro satélite natural y descendiendo para hollarlo (que es el verbo) con aquella botota que fotografió Neil Armstrong apenas pisar el polvo lunar.
A partir de entonces los despistados fueron abandonando su domicilio rutinario, pues aquello de “estar en la luna” fue exclusivo de los astronautas entrenados por la NASA. Ya en 1865 el novelista Julio Verne había imaginado el “disparo” de un proyectil a la luna por medio de un poderoso cañón; versión que recogería el cineasta Georges Mèlies en su película de 1902, “Viaje a la luna”, donde los exploradores, sin escafandras ni equipo espacial, se topan con una tribu de selenitas, encuentro que termina mal, correteándose con lanzas y dardos.
Aquel 21 de julio de 1969 culminaba la llamada “carrera espacial” iniciada en 1957 con el lanzamiento del satélite Sputnik, desde el cosmódromo de Baikonur, en el corazón de la Unión Soviética. Habían sido doce años de cápsulas y módulos espaciales, cohetes Saturno y paseos de ingravidez más allá de la estratósfera. Lo que faltaba era conquistar la luna, y buena parte de la pugna ideológica mantenida durante los años de la guerra fría se concentraba en esa competencia tecnológica (y militar) por la supremacía allende nuestros cielos.
La existencia de la luna es algo que, de tan habitual, no mueve a la reflexión. Los astrónomos saben, sin embargo, que su presencia implica algo más que el suspiro de un poeta trasnochado. Millones de años atrás, cuando el sistema solar se consolidaba, es de suponerse que ocurrió una colisión catastrófica (un meteorito de dimensiones colosales embistiendo nuestro planeta), de modo que parte de aquella masa en ignición formó dos polos en rotación y que, por lo mismo, terminaron por separarse y consolidarse, quedando en un sistema de atracción interdependiente. Sería una de las causas por las cuales la luna no rota y mantiene una cara oculta a nuestra faz. Cosas de la creación universal.
El viaje de la misión Apolo 11 fue breve; duró poco más de 21 horas, suficientes para izar la bandera de las barras y las estrellas, acopiar 22 kilos de rocas, y juguetear un poco en aquel suelo de menguada gravedad. De los tres tripulantes de la misión: Neil Armstrong, Edwin Aldrin y Michael Collins, sobreviven los dos últimos pues el comandante Armstrong falleció en 2012, a los 82 años.
Se ha dicho hasta la saciedad: desde el descubrimiento de América, aquel 12 de octubre, nada tan deslumbrante había ocurrido en cuanto a viajes de exploración como el emprendido por el Apolo 11 aquella semana de julio de 1969. La luna ya no sería más la quimera nostálgica musitada por Frank Sinatra… “Blue moon, you saw me standing alone” sin un amor que fuera mío. La misma luna que asoma en la efigie de Coyolxauqui, la deidad descuartizada que resucitamos en 1978 cuando fue exhumada junto al atrio de la catedral metropolitana.
La odisea lunar del Apolo 11 arrebató a los enamorados muchas metáforas de inalcanzable paroxismo. Ya no fue lo mismo, tan alta e inalcanzable, porque había sido pisoteada por Aldrin y Armstrong. Incluso debieron dejar allí tiradas las cámaras Haselblad a fin de que el módulo lunar pudiera despegar de retorno a la Tierra. Así que la “carrera espacial” concluyó venciendo el proyecto Kennedy sobre el de Nikita Kruschev, y todos tan contentos, como lo vocaliza Bienvenido Granda para que nadie pierda la esperanza… “los aretes que le faltan a la luna, los tengo guardados en el fondo del mar”.