Por David Martín del Campo.- Calaveras y calaveritas, osamentas y despojos, calacas, huesos, cráneos a lo pirata. El país se distingue por su veneración al Mictlán. Ofrendas, cempazúchil, veladoras, el retrato de la abuela, una botella de tequila, copal, incienso, papel picado.
Veneración y añoranza. Ellos que se nos adelantaron. El Día de Muertos como la gran celebración nacional… desfiles, panteones a reventar, concursos de disfraces. “¿No me da mi calaverita?”
Los turistas se fascinan al presenciar esa febrilidad mórbida, impensable en su propio terruño. “¿Qué tiene ese pueblo que celebra con tanta efusión el tránsito al más allá?” O más bien, ¿qué no tiene? La respuesta podría estar en la estrofa legendaria de José Alfredo, casi casi un apotegma del ser nacional…
la vida no vale nada.Lo dijo el doctor Federico Rebolledo, tanatologo- paliativista, en una reciente conversación familiar… “el ser humano está hecho para vivir 40 años, 45 a lo más; si ahora vivimos 70, 80 años o más, se debe a las vacunas, los antibióticos y la buena alimentación de la que gozamos”. Luego, en un acto de confesión, mostró el parche de morfina que llevaba en el pecho. “Tengo cáncer en los huesos, pienso que llegaré al nuevo año. Mi familia me tiene preparada una gran fiesta de celebración para mi cumpleaños en noviembre”. Así es la gente prevenida, metódica, ritual.
Medio siglo atrás no existía tal profusión celebratoria. El 2 de Noviembre era consagrado a la visita al camposanto, la oración en recogimiento, la modesta ofrenda en el rincón de casa. Ahora el festejo ha perdido su origen solemne y los locutores radiofónicos saludan el día con una expresión de pasmo: “¡Feliz Día de Muertos!” De no creerse. Los muertitos mexicanos de la mano de las brujas gabachas del Halloween. Qué felices y tétricos somos en nuestra banalidad consumista…
La muerte en México, sin embargo, es algo más que una celebración cíclica. Nos resulta tan familiar y cotidiana, como en los tiempos en que se comentaba… “¿Y cómo estuvo la fiesta?” “Bieeen… nomás hubo dos muertitos”. Aquel México pistola en mano que no ha desaparecido, sino simplemente evolucionado. La inseguridad galopante que vivimos con la multiplicación de los cárteles de la violencia, ocasiona que el promedio cotidiano de “muertes violentas” (es decir, asesinatos) sea de 95. O sea que, en lo que transcurre la lectura de estas líneas, habrá un par de homicidios por robo o vendetta.
Pero ahí no queda la cosa. Al centenar de occisos baleados, habría que añadir los de la pandemia. Desde marzo de 2020 los decesos que ha ocasionado el virus Sars- cov2 se multiplicaron a niveles inusitados. En parte debido a la letalidad del virus, en parte a la ineficiencia de las autoridades sanitarias, el microbio ha ocasionado medio millón de fallecimientos (en términos prácticos, no ceñidos a la censura oficial), o sea un promedio de 25 mil muertos por mes… a razón de 830 por día.
Ahora pareciéramos respirar mejores tiempos, en parte debido a la vacunación más o menos masiva, en parte a los muchos enfermos del virus que sobrevivimos, y que hemos desarrollado anticuerpos. Y quizás por todo eso… los asesinatos de escandalosa cotidianidad y los fallecimientos de la epidemia mundial, sea que ahora la muerte, con minúsculas, esté siendo celebrada como la gran Reina de México, con mayúsculas, soberana de nuestra falta de ley.
Mucho se ha dicho del horror de los soldados del Conquistador ante el tzomantli erigido al pie de la pirámide de Huitzilopochtli… cientos, sí no es que millares de cráneos espetados en largas pértigas de patetismo y crueldad. Y eso es, precisamente, lo que ocasiona tal desaliento nacional… la ausencia de empatía, caridad cristiana, y sí la sobrada sevicia en las ejecuciones y abandonos hospitalarios. “Lo sentimos mucho, ya no hay camas”.
Y hablando de ofrendas obligadas, el doctor Rebolledo, por cierto (autor del libro “El síndrome del aniquilamiento”) falleció a mediados de agosto pasado, sin poder disfrutar de aquel festejo de Adiós y Celebración que le preparaban los suyos. Vivió algo más que los 45 años que estipula la especie en ausencia de vacunas y antibióticos.
Por siempre le agradeceremos el alivio que ofreció a Blanca Estela, mi mujer, en su tránsito sedativo al cielo. Se han cumplido 90 días ya, ceñidos al duelo y la serenidad. La suya fue una vida entregada a su familia, a la UNAM, a la alegría de vivir. Nunca la olvidaremos. Para ambos, sea, una ofrenda obligada.