Por David Martín del Campo.- La culpa flotando por siglos. De eso se trata todo. ¿Hubo un abuso, una atrocidad, un sadismo inconcebible? Hasta donde sabemos las guerras de conquista han sido de ese modo.
Ya lo dijo Carl von Clausewitz: “La guerra es la continuación de la política por otros medios”. Así fue la conquista romana de las Galias, la invasión de los hunos liderados por Atila, la conquista del Congo por el ejército mercenario del rey Leopoldo, ya no digamos la invasión de media Europa que emprendió la “wehrmacht” hitleriana.
La historia de la humanidad ha sido eso, guerras de conquista y no expediciones para cazar mariposas en los prados. Y ahora resulta que nos asombramos por la crueldad ignota de los invasores castellanos que emprendieron la expansión imperial en el Nuevo Continente. Es más, queremos que nos pidan perdón como si ese “agravio” hubiese ocurrido la semana pasada. Humillar al monarca para que en un acto de penitencia pública ofrezca las disculpas del caso. “Perdón, no volverá a suceder”.
Von Clausewitz es muy claro en su ensayo titulado, precisamente, “De la guerra”, y que fue publicado en 1830: el objeto mismo de la guerra es imponer la voluntad al enemigo, usar como medio la máxima fuerza disponible y privar al enemigo de su poder de resistencia. O sea, por favor, no nos hagamos tontos. Aquello ocurrió hace quince generaciones, por lo menos, y este país es lo que es gracias (sí, gracias) al crisol de esos 300 años de mestizaje, cristianización y vínculo con la cultura occidental. Y no de otra manera.
¿O qué? ¿Vamos a desterrar los valores evangélicos que profesa toda la nación? ¿Derribar a Jesús Cristo y encumbrar a Huitzilopochtli? ¿Desterrar a la virgen de Guadalupe y resucitar el culto a la Tonantzin? ¿Malentendernos en náhuatl, maya, purépecha, zapoteco, otomí, huasteco y kikapú? ¿Abjurar de los valores heredados por la tradición greco-latina? Es decir, inhumar a la nación mexicana para resucitar a una civilización que ya se disolvió entre nosotros? No hay respuesta a tales cuestionamientos.
En el fondo del asunto hay algo torcido. La famosa “carta privada” que el Presidente de la República envió al Rey de España, en la que sugiere la manifestación pública de una culpa y la solicitud de un perdón, está fuera de todo lugar. El monarca mismo, Felipe VI, así lo ha hecho saber. No habrá declaración alguna en ese sentido. No hay nada que perdonar, nada de qué arrepentirse, nada que rectificar.
Así habría que invitar a Daniel Santos, para que entonara aquélla, su copla inmortal, cuando se retorcía al pedir… “perdón, vida de mi vida. Perdón, si es que te he faltado. Perdón, cariñito amado”, porque estos son los tiempo, está más que visto, del tercero de los sacramentos de la ley de Dios (que son siete, por si no lo recuerdan).
La penitencia, que se le llamaba “sacramento de sanación”, consistía en una suerte de reconciliación con el Creador, una vez que se vertían los propios pecados ante el sacerdote confesor, al tiempo de solicitar la absolución de esas transgresiones. Así hoy andan por medio país ofreciendo la redención de los conservadores, la rectificación de los fifís, el remordimiento de los corruptos y la redención de los adversarios que no votaron por él. “¿Ave María Purísima?”
Preocupa que las cuestiones políticas estén siendo llevadas tan a menudo a la arena moral. Como si la ética pudiera remediar los casos que el poder civil (administrativo y procesal) no afronta por razones desconocidas. El bien y el mal son perfectos para las lecciones de civismo, pero cuando la transgresión de la norma deviene delito, no hay más que actuar en consecuencia y dejarse de peroratas morales. Lo que el ciudadano quiere es que haya detenciones, encarcelamiento y sanción a los criminales, no amonestaciones de púlpito.
Por eso incomoda tanto la famosa “carta privada” que se ha viralizado al infinito. En idioma inglés no resulta lo mismo nuestro “perdón” castizo, que lo mismo puede ser “excuse me” que “sorry”. Y que Daniel Santos nos perdone, pero ante semejante petición, no hay arrepentimiento ni contrición que vengan al caso, más que la simple expresión del “sorry”, cuando ya ocurrió el pisotón. Y a otra cosa, mariposa.