Por David Martín del Campo.- Pasará a la historia, por lo menos personal, como “el año que nos escamotearon”. Doce meses en que la privación de escuela, paseos, fiestas, amigos y vacaciones fue la norma. Ahora, con el retorno a clases en un centenar de escuelas de Campeche, el horizonte de la pandemia parece anunciar mejores días.
Ha sido la noticia durante un ciclo que suma, ya, 440 días. La peste contemporánea que eludimos con el rostro embozado. Ahora, con la llegada de las vacunas y su paulatina aplicación, el recelo cotidiano pareciera disminuir. De todo ello procedería sacar algunas lecciones que guardaremos por lo que nos reste de vida.
Primera lección: el apocalipsis existe. Durante mucho tiempo, quizás desde el descubrimiento de la penicilina, la humanidad se sintió un poco más dueña de la eternidad. Antes se moría de una gripe mal atendida; después de Alexander Fleming (1928), presumimos demasiado nuestra aparente inmortalidad. Pues no, la vida está en perpetua evolución, y los vectores microbianos (Zika, Sida, Cornavirus) no son la excepción, buscando alojarse en nuestro cuerpo para reproducirse… y aniquilarnos.
Segunda: la promiscuidad es innecesaria. De las ceremonias tribales, miles de años atrás, a las manifestaciones multitudinarias de hoy (conciertos, mítines y procesiones) no existe mucha diferencia. Hay que estar reunidos, apretujados, celebrando con entusiasmo un determinado éxtasis social. Y en los gritos y el aire respirado vuelan todos aquellos microorganismos que antes se denominaban como “el miasma”.
Tercera: se puede vivir desde la distancia. Para evitar las aglomeraciones y sus efluvios, hemos descubierto que –aunque triste– la nueva “realidad en aislamiento” no es del todo insoportable. Si los monjes en clausura la soportaban, no hay razón para suponer que la vida sea imposible si a la mano tenemos teléfono, televisión, radio, internet y sus aplicaciones (skype y zoom), además de los servicios de comercio y alimentación a distancia (uber). Sí, es posible vivir sin los abrazos de antes, aunque sea una realidad “pachucha”, dirían los abuelos.
Cuarta: no es (tan) necesario ir al trabajo. Una vez declarada la pandemia, millones de oficinas, talleres y comercios cerraron las puertas a sus empleados. Muchas empresas lograron paliar esa deficiencia con el “trabajo a distancia” desempeñado principalmente por medio de las computadoras e internet, y así continuar los procesos comerciales y educativos… Verdad es que algunos gastos de oficina se han trasladado al “burócrata cautivo en casa”, pero igualmente cierto es que éste ahorra mucho tiempo y dinero al evitarse el traslado al centro de trabajo. Las relaciones laborales no podrán ser iguales a como antes del coronavirus.
Quinta: la ciencia es la panacea. Nunca hasta hoy el desempeño científico ha estado tan en consonancia con una emergencia sanitaria como la del CV19. En cuestión de meses los laboratorios más avanzados del mundo lograron elaborar las vacunas para eliminar los efectos letales de la enfermedad. Pfizer, Astra-Zeneca, Gamaleya y decenas de laboratorios más lograron desmenuzar las estructuras moleculares del nuevo virus, al tiempo que desarrollaron las vacunas que hoy están siendo distribuidas por todo el mundo. Esta circunstancia habría sido impensable en 1970, ya no se diga 1940, por lo que entonces la pandemia habría sido en verdad una hecatombe.
Seis: es necesario obedecer a la autoridad, y la autoridad debe ganarse el respeto civil. Asombra la disciplina de poblaciones como las de Corea del sur, Singapur, Alemania misma, donde la autoridad mandaba guardar casa y todos, a uno, obedecían. De ese modo fue posible contener los efectos más nocivos de la epidemia. Claro, los gobiernos deben ganarse la autoridad moral necesaria para ser respetados y obedecidos, no como en ciertas naciones donde una día se decía una cosa y al día siguiente la contraria.
Siete: hay que disfrutar de la vida. Ya conocimos el infierno del encierro y el aislamiento, ahora, si se dan las condiciones, disfrutemos de la vida sin tantas quejumbrera. Lo merecemos