Por David Martín del Campo.- Agosto es el mes de Augusto, el emperador romano, pero también el quid del verbo de moda, “agostar”, que significa eso: el exceso de calor que seca las plantas. Una de las preguntas iniciales de toda relación sentimental es ésa: “¿Tú qué prefieres, el calor o el frío?”. Si respondemos lo primero estamos adentrándonos en terrenos comprometedores, si lo segundo, sugerimos la fantasía de fundar un hogar cálido y acompañado.
Tiene un nombre un tanto en desuso: canícula, que es el periodo de julio a septiembre en que la estrella Sirio (Can Mayor) se empata con el sol en el horizonte. De ahí aquello del “calor de perros” que viene con el estiaje. El poeta del oficialismo, Carlos Pellicer, lo versificó en uno de sus sonetos:
Trópico, para qué me diste
las manos llenas de color.
Todo lo que yo toque
se llenará de sol.
Poeta del oficialismo, decíamos, porque el presidente López Obrador se hizo en términos políticos a la sombra de Pellicer (durante su campaña a senador, en 1970), igual que Adolfo López Mateos se hizo en la campaña de José Vasconcelos en 29. Al calor de esas giras fue que ocurrió la transfiguración de cada cual.
Pero estábamos con la canícula que ha prendido incendios descomunales en Europa y Estados Unidos, agostados (ya lo decíamos) por las altas temperaturas y la ausencia de lluvia. Es cosa de ver los noticiarios. Entonces surge la pregunta obligada: ¿en realidad estamos viviendo un cambio climático efecto de la actividad industrial? Cosa de analizarse, aunque las evidencias científicas desbordan los laboratorios. Sin embargo los descreídos (como Mr. Trump) insisten en que el clima siempre ha variado, pues de qué otro modo se explican las cuatro glaciaciones del planeta.
Y como nos fascina hallar culpables de todo, es el tiempo de señalar a los combustibles fósiles como los responsables del calentamiento global y la sequía anormal que está sufriendo (por ejemplo) el norte del país. Las escenas que en las semanas recientes hemos visto en Monterrey, son de pasmo. Colonias que en tres meses han carecido del suministro de agua, robos de camiones cargados de garrafones, represas de caudales nulos y la población apoderándose de las carreteras para exigir el abastecimiento.
Digamos que el problema se reduce a uno solo: sed. Poblaciones sedientas, país sediento, ciudades sedientas. ¿Y cómo proveer del líquido cuando, sencillamente, no hay agua? Están los “bombardeos” de nubes con yoduro de plata, emprendidos por el gobierno de Samuel García, o las promesas de mejoramiento del sistema hídrico que hacen los políticos, aunque el problema es uno y simplemente uno. Cuando las guerras de Israel del siglo pasado (1967 y 1973), la nación judía logró el control de los llamados Altos del Golán, alrededor del Mar de Galilea, por lo cual tuvieron acceso a los manantiales del río Jordán, y así el abastecimiento del 34 por ciento del agua que consume el país.
En el sur el abasto de agua no es tan grave. El ciclo de lluvias es más generoso, auspiciado por las tormentas y ciclones estacionales, que en ocasiones ocasionan más trastornos que beneficios. La metrópoli, incluso, se puede dar el lujo de abrevar en Michoacán (río Temascaltepec), gracias al Sistema Cutzamala que provee el 30 por ciento del agua que consumen los capitalinos; caudal (de 13 metros cúbicos por segundo) que debe ser elevado de los 1,600 metros de altitud a los 2,400 de la metrópoli, y cuyo bombeo requiere de un suministro eléctrico de 2 mil 280 millones de K-Watts por hora (el consumo de la ciudad de Puebla). Luego, uno se lava los dientes, escupe en el lavabo y esa agua escurrirá hasta la ribera de Tampico, a través del drenaje profundo, que desemboca en el río Tula, Moctezuma y luego Pánuco.
La guerra del agua está en ciernes. La “sustentabilidad” (término que aún no fija la real academia) del medio hídrico es asunto pendiente. Será la guerra del campo contra las ciudades. Por lo pronto, como aconsejan las autoridades, hidratarnos y eludir el desempeño bajo el sol. Una hamaca, una cerveza, y el siseo del ventilador.