Cortesia

Por David Martín del Campo.- La intemperie es cruel. Cuando no castiga con la canícula, nos flagela con el frío boreal. Granizo, estiaje, tormentas, deshidratación. Por ello, muchos años atrás, hallamos abrigo en los condominios… perdón, la caverna quisimos decir. Cien o 200 mil años atrás, cuando militábamos en el Neolítico y no en Morena, optamos por buscar esos resquicios de la naturaleza para guarecernos.

Ya habíamos descendido de los árboles (algunos no tanto) y decidimos hacernos carnívoros y perseguir las manadas de antílopes y bisontes. En la caverna ocurría todo… el sueño, la merienda, el juego, el amor, los cantos primitivos, el fuego idolatrado, los partos y, no tan eventualmente, la muerte de los heridos. También, desde luego, los primeros trazos de algo que después denominaríamos “arte”.  

    En Altamira y en Lascaux, en las cuevas de Baja California, en Israel y Australia son descubiertas esas pinturas primitivas que, por comodidad, llamamos “arte rupestre”. Brujos danzando, escenas de caza, batallas, arqueros, caballadas y peces. Era el entorno de aquellos abuelos a punto de inventar la agricultura.  

    Algo no muy distinto es lo que podemos admirar en la exposición montada en el Palacio de San Ildelfonso de la UNAM. Ahí, desde hace dos semanas, se exhibe la muestra titulada “Un Cauduro es un Cauduro”, que reúne cuadros del talentoso artista radicado en Cuernavaca. Rafael Cauduro, nacido en 1950 y arquitecto de profesión, decidió tempranamente dedicarse al arte plástico y muy pronto destacó su manejo del cuerpo humano. Muchachas como ángeles, viejos gitanos, parejas que se desdibujan en los ladrillos de un muro.  

    En cuestión de lustros el arte de Cauduro abandonó el lienzo clásico para buscar mimetizarse en paredes abandonadas y pilastras en descuido. De ese modo sus cuerpos, en constante desnudez, son al mismo tiempo ruinas del tiempo y –ya lo decíamos– la intemperie.  

    Carnalidad y salitre, deseo y polvo, santidad y mezcla de albañilería. Sus cuadros homenajean así un gusto personalísimo por gritar que el arte no es tal (la “belleza” tampoco), y que el tiempo, finalmente, será el gran vencedor en esa lucha de vanidad y hormonas que son las relaciones amorosas. Nada es para siempre, todo será entregado a la arqueología, el polvo y el salitre barrerán finalmente con los mejores ímpetus del sentimiento y la belleza.  

    Trogloditas que somos (el concepto griego significa precisamente eso: “habitante de las cavernas”), en nuestros aposentos lucimos cuadros y retratos, paisajes, arte un tanto abstracto que nos hace olvidar la rutina y los panoramas cotidianos. La foto de nuestra bebé de dos años, la novia que desposamos, una escena de Coatzacoalcos al atardecer. Ah, qué lindos motivos recordándonos mejores tiempos y emociones extintas.  

    Hay una escena deslumbrante en la película “Roma” de Federico Fellini (1972). Un grupo de arqueólogos ha topado con un recinto antiquísimo, quizá de antes de Jesucristo, y al ingresar por un boquete quedan pasmados ante la belleza del mural ahí representado… cónsules, muchachas, banquetes. El aire que ingresa, de pronto, reseca el salón y los murales se van desvaneciendo hasta quedar en un deslustre inocuo. Nada ha quedado, los arqueólogos lamentan no haber llevado, al menos, una cámara fotográfica. Ha vencido, como siempre, el polvo y el salitre.  

    Así la nación hoy, luciendo en sus murales de antaño (Diego Rivera, Clemente Orozco, Alfaro Siqueiros), guarda escenas que mueven a la empatía, por no decir la ternura ante aquellos propósitos de denuncia “capitalista”. Obreros y campesinos marchando fusil en mano, banqueros ricachones en orgías de coñac y desmesura, caciques socarrones atrincherando billetes en los cajones del escritorio. Murales rupestres que mueven a la nostalgia, por no decir que la cursilería.  

    De ahí la inteligencia de Rafael Cauduro y sus efigies de prefigurada arqueología. “No seamos ridículos, el gozo es de hoy, lo único perenne es el olvido”, pareciera decirnos en esos cuadros de los que ya no habrá más que mala intemperie. Es decir, tormentas y el retorno a las cavernas.