Por David Martín del Campo.- El thriller está componiéndose. Una novela de muy sofisticado espionaje que vuela de Oxford a Pekín, y de ahí a Atlanta. ¿El asunto? Robar la fórmula de la vacuna contra el covid-19 que está elaborando el laboratorio competidor.
La nota apareció en la prensa y no es ningún secreto, salvo el hecho de que se ignora la identidad de los protagonistas. Quien logre primero la comercialización del medicamento inmunizador, será millonario de millones.
Nunca ante la humanidad estuvo tan pendiente de esa inyección redentora. Ya se la puso la hija de Putin (Katerina) y el presidente López Obrador ha dicho que será el primero en ser inoculado cuando llegue al país. Aplacar al bicho, aplacar el miedo, aplacar la sicosis.
Los informes cotidianos del INER se comienzan a parecer a los despachos de guerra… “en el frente de Alsacia se reportaron 370 muertos”. Cifras que, de tan rutinarias, comienzan a perder su carácter noticioso. Siempre queda el pretexto… ¿quien le manda no usar el cubre-bocas?, ¿quién le manda andar de fiestero, de bochinchero, exponiéndose a diestra y siniestra?
Mientras tanto, en lo que llega la anhelada vacuna, la sociedad permanece padeciendo de hemiplejia. Una parte que nos impele a guardarnos en casa, otra que nos impulsa a reconquistar las plazas y los jardines, no se diga los centros comerciales y, en un rapto de antojo, el puesto de las memelas. Y mientras tanto una generación de pequeñines crece confinada en casa educándose con lo que malamente le dicta ese fantasma televisivo. En sus conciencias comienza a fermentarse algunas preguntas sombrías: “¿Qué es un salón de clases? ¿Qué los amigos en el recreo?”.
Cada vez más nos adentramos en la distopía de este mundo “realmente existente”, y que habría llegado para quedarse. En sus orígenes el término se refería al género narrativo que nos llevaba a mundos de anarquía y descomposición. Las instituciones habían dejado de funcionar, reinaban el caos y la violencia, nadie sabía si podría sobrevivir un día más. Como antítesis de las utopías más o menos en boga (nuestros gobiernos democráticos o parlamentarios), la distopía se define como la “sociedad ficticia indeseable en sí misma”. Zombies, dictadores mecanizados, corporaciones que controlan hasta el último de nuestros pensamientos. La mala noticia es que (y ahí están los datos), desde abril pasado ingresamos a esa nueva normalidad que no es más que pura distopía.
En el siglo XIX hubo dos pensadores ingleses que, sin coincidir físicamente, nos legaron principios que hoy, ante la pandemia, parecieran cobrar actualidad. Thomas Malthus (catedrático y pastor anglicano), fue autor de una obra (Ensayo sobre el principio de la población) en la que sugería que la sociedad estaba destinada a la pobreza creciente debido a que la humanidad crecía de modo exponencial, mientras que la producción de alimentos de manera aritmética. El cataclismo ocurriría, predijo, en 1880. El otro sabio fue Charles Darwin, autor de la teoría de la evolución de las especies, según la cual sólo sobreviven “los más aptos”, es decir, los más fuertes, y cuyos genes van siendo heredados a las generaciones posteriores.
Así las cosas hoy pareciera que estamos ingresando en una “catástrofe malthusiana” que servirá para compensar el desequilibrio demográfico mundial. Esto es, que ocurrirá una “poda” poblacional derivada de los efectos letales de la pandemia. Y, al mismo tiempo, una “victoria darwiniana” en la que sobrevivirían los que resultaron fortalecidos (inmunizados) por la superación del contagios. Terrible, ¿no?
De ahí que volvamos con el asunto de las vacunas. Ya fuera el Instituto Gamaleya de Moscú, la Universidad de Oxford, el laboratorios China Biotec o el AstraZeneca, (o todos conjuntados), el anhelado día en que se anuncie la difusión masiva de la ampolleta, no quiero imaginar la rebatinga que se producirá bajo todo tipo de argumentaciones.
Como incontrolable manada buscando la inmunidad, vamos buscando la salida de esta abominable distopía que nos ha privado de lo mejor de la vida… los besos y los abrazos.