Cortesia

Por David Martín del Campo.- La recepción pareciera la de sus majestades, los reyes de Inglaterra; pero no. La homérica soflama, al pie del avión que ha cruzado el océano, es en favor del gélido contenedor donde llegan embaladas 20 mil dosis de la vacuna Pfizer.

Así ha iniciado la batalla final, aseguran, contra el temido virus. Habría que precisar, “ya nada más nos faltan otras 61,980,000”, si es que se pretende inmunizar a la mitad –por lo menos– de los mexicanos.

Por lo visto este será el año de los auspicios. Que sí, que ya mero, espérense tantito, ya vienen las vacunas, y con ellas la redención nacional… para que volvamos a estar (por lo menos) como en diciembre de 2019.

         El clamor optimista en la recepción de las jeringuillas ofende por una simple razón: se está glorificando una obligación del gobierno. Dotar de las vacunas necesarias para revertir la pandemia no es muy distinto de otras responsabilidades a las que obliga la función pública. Los semáforos de las avenidas, por ejemplo; los pupitres escolares, así que la exaltación pública por el arribo de las vacunas adquiere un matiz político inadmisible, cuando que no es más que del cumplimiento de una obligación administrativa. De fondo pareciera asomar la advertencia: “Si votas por mí tendrás vacunas (o techos laminados, o despensas); si no, no”.

         Como nunca en este tiempo hemos derivado en sabiondos científicos. Ya sabemos qué significa un oxímetro, un “contagio de manada”, un cuadro asintomático, un porcentaje de letalidad. La peste del covid nos ha situado en una circunstancia deshumanizada, cuando que la especie se preció, durante milenios, de relacionarse en conjuntos mancomunados más o menos promiscuos.

         Las fiestas, los paseos, el transporte colectivo, la asistencia a cines, teatros y conciertos. ¿Qué fue de ellos?  Así, la vida ermitaña obligada por la circunstancia nos ha privado, sobre todo, del contacto humano tan necesario para el bienestar anímico: los abrazos, los besos, el baile y las reuniones de chanza. Como nunca añoramos en privado de los arrumacos y el muy mexicano “vacilón”.

         A ratos imagino que volveremos a la superficie del planeta como “zombies” de una película distópica. “Mad Max Covid”. Por ello la impaciencia por contar con la vacuna. Naciones como Israel, donde ha sido vacunado ya el 20 por ciento de su población, son ejemplo mundial pues se supone que una vez inoculado con el fármaco el 40-50 % de los habitantes de un país, la dispersión del virus quedará controlada. El 40 % de los mexicanos seríamos 25 millones, por lo que no resulta difícil imaginar que ese punto de supresión se alcanzará, optimistamente, hasta octubre, o noviembre, o diciembre próximo. Es decir, otro año de contención y aislamiento, que es el vestíbulo de la locura (no muy distinto a la neurosis de los convictos en presidio).

         Alguien diría, “yo puedo aguantar”, trabajando a distancia, privándome de la vida social… pero no quiero imaginar el caso de un niño de diez u once años ausente de ese tesoro de vida que es la amistad a la intemperie.

         Angela Merkel, despidiéndose ya de su cargo como canciller de Alemania, se quejaba una semana atrás: “No es posible que nuestro país esté teniendo 540 muertes por día”. Acá, donde estamos llegando a mil y mil 200 decesos diarios, nadie dice nada. Nadie se irrita, nadie se indigna. Sigue privando la corrección en los informes vespertinos, anunciando, eso sí, que “lamentablemente” la cifra ha llegado a tal.

         Este que inicia, ya se verá, será el año de la guerra por las vacunas. En su distribución y criterio de aplicación se verá, o no, el espíritu solidario de los mexicanos. “Esperar”, es el verbo, al fin que los comicios son el 6 de junio, y ya nada más faltan por llegar aquellas 197 millones de vacunas anunciadas por Jesús Ramírez, vocero de la presidencia, ahora en aislamiento por el contagio del covid.