por David Martín del Campo.- Mi primer crimen fue a los siete años. Supongo que los acababa de cumplir pues aún vibraba aquel fusil entre mis manos. Nunca lo hubiera imaginado, pero ahí estaba mi víctima, a cuatro pasos… tan campante.
¿A quién culpar? ¿A Chabelo, que me había instigado a poseer aquel arma toda modernidad? ¿A Gamboín, su patiño, en aquel programa televisivo que concluía con la advertencia «no me fallen, amiguitos»; y ni modo, le fallamos al accionar aquel gatillo inaugurando el poderío letal del estrambótico fusil.
El incidente del Colegio Cervantes, el viernes pasado, ha causado revuelo nacional. Y preferimos denominarlo así, «incidente», y no crimen ni accidente. El famoso niño anónimo, que sumaba 12 años de edad, sí sabía lo que estaba haciendo. A esa edad, creo recordar, uno es consciente de ese tipo de actos, y sus consecuencias, por lo que más que clamar por una campaña de «mochila segura» en la entidad, habría que hurgar en las motivaciones sicológicas, posiblemente paranoicas, que afectaban la abrumada alma de la criatura.
Hasta donde sabemos el niño cargaba dos pistolas, Mató a su profesora de inglés –la miss Mari– y disparó contra media docena de sus compañeros para luego, finalmente, pegarse un tiro final que acabó con el alboroto.
Como algunos recordarán, precisamente de ese modo inicia mi novela La niña Frida (Ed. Tusquets, 2017) cuando el jovencito Juan Antonio Negrín se suicida en medio de la clase, iniciando la indagatoria de las razones que lo habrían llevado a tomar esa decisión. El hecho en el que está basado mi relato fue real (un suicidio infantil cometido años atrás en el puerto de Veracruz), como real fue el suicidio de aquel otro niño en un colegio regiomontano en 2016.
No quisiera banalizar el hecho, pero la criminalidad candente en la que se halla sumido el país no podría engendrar más que lo mismo. Crímenes y más crímenes, a una taza de cien por día, cuyos autores son adultos (normalmente), hombres (normalmente) aunque no pocos sean menores de edad, es decir, chamacos de trece, quince años, empleados por los cárteles que se aprovechan de ese periodo de osadía e irresponsabilidad.
Aseguran que las pistolas que llevaba el niño eran propiedad de su abuelo, y que «no estaban registradas». El texto constitucional garantiza el derecho de los ciudadanos a poseer un arma para su protección personal y patrimonial, toda vez que la infracción legal esté en su adquisición y su transportación, lo que lleva a concluir que medio país vive en esa circunstancia de semi clandestinidad.
En muchísimos hogares existen armas (insisto, amparadas por el derecho constitucional), lo mismo que ocurre en los Estados Unidos, donde dos terceras partes de los adultos poseen en casa una, dos o más armas no necesariamente de «defensa familiar».
En los últimos diez años han ocurrido decenas de masacres colegiales en EU, destacándose las de Newton, Conn. 28 muertos; Parkland, Fla. 18 muertos; Santa Fe, Col. diez muertos.
Todas remiten necesariamente a la matanza de 1999 en Columbine, Colorado, que inauguró esa modalidad de «venganza energúmena» donde los jovencitos actúan igual que los personajes de sus juguetes electrónicos (las consolas X Box) aniquilando zombies y androides a diestra y siniestra… no muy distinto al disparo celestial que aniquiló al coronel Soleimani el pasado día 3.
El fusil cuando mis siete años, por cierto, era de pilas, prendía un foquito al tirar del gatillo. Chabelo, en mitad del programa Los Juguelotes, había «desaparecido» a un invitado (mediante un truco en cabina) al que se sumaba un zumbido galáctico… de modo que yo intenté repetir lo mismo apenas salir de la juguetería. Pero había sido engañado. Disparé contra aquel sujeto, y luego otro, y no, ninguno desapareció. Me habían engañado. Y no, nunca me revisaron la mochila.