Por David Martín del Campo .- ¿A qué hora duermen los tecolotes? Seguramente de día, como los cacos, aguardando en las sombras para cometer sus fechorías. En aquel tiempo el director del diario donde nos desempeñábamos como reporteros, se cansaba de sermonearnos, “por Dios, señores, ¡qué no duermen? Los noctívagos no trabajan bien…”

Era la lección aprendida en las calles de La Habana cuando nuestra guía, de nombre Asunción, lo dijo: “Chico, es que en Cuba dormir es perder el tiempo”. Luego –pretendió advertirnos– “la vida transcurre durante la noche”. Algo de ello habita en el poemario de Efraín Huerta, “Los hombres del alba”, que habla de esas conciencias desgarradas que sólo hallan la paz, cierta paz, en las horas de la madrugada… poetas insomnes, vagabundos, proxenetas, delincuentes, la escoria misma de la otra sociedad (la que se mueve durante el día) y que los hace, por lo mismo, relegados.

         En Europa han dado la señal de alerta: las aves rapaces nocturnas están desapareciendo y por ello mismo es que la Bird-Life (Sociedad Española de Ornitología) ha declarado éste como El Año Internacional de la Lechuza, para de ese modo crear conciencia sobre el peligro de extinción que corren los mochuelos y lechuzas del mundo. ¿Y todo por qué? Pues porque los usos modernos de la agricultura está arrasando con la población de roedores y eso, ratones, es el alimento principal de los tecolotes y sus primas, las lechuzas.

         La noche no los intimida. Vuelan sigilosas, ven y perciben cualquier susurro entre la maleza, abandonan el campanario y se precipitan sobre la presa. Años atrás, en la catedral inconclusa de Zamora, habitaba una familia de lechuzas. Era un espectáculo mirarlas asomando en los huecos de la construcción, escudriñar el panorama, esperar a que la noche les brindara a sus presas entre los escombros del templo a medio construir. Ahora el santuario ha sido concluido y las lechuzas, supongo, se habrán mudado a las huizacheras aledañas.

         Tienen fama de sabios, de observadores, de perspicaces. El mago Merlín tiene uno a su lado y don Carlos Slim tres en el emblema de sus tiendas Sanborns. Los antiguos mexicanos lo asociaban con las cosas malignas del inframundo, pues el tecolote era el portador de lo oscuro y lo maligno que siempre hemos asociado con la noche. No por nada perdura el dicho campirano de que “cuando el búho canta, el indio muere”, y durante mi infancia “tecolotes” pérfidos eran los policías de tránsito acechando en su esquina.

         Los mochuelos en nuestro país no corren el peligro de sus primos europeos, alimentándose de ratones envenenados, pero bien a bien no se sabe de su suerte. En el profuso estudio que hicieron Roger Tory Peterson y Edward L. Chalif sobre las aves de México, se citan más de veinte especies de búhos y tecolotes –incluyendo a la lechuza “de campanario”– distribuidos a todo lo ancho del país. Aves que habitan en los acantilados, los bosques y las cornisas de los inmuebles abandonados, pero que muy pocos perciben dada su condición nocturna. Lo que sí, de cuando en cuando, se les puede reconocer por su típico ulular “buh-buh” que, en algunas especies, deriva en el sonido “de una pelota rebotando” (según Peterson y Chalif). Han tenido más suerte que el águila mexicana –la de la bandera nacional– que está a punto de extinta gracias a la persecución de los rancheros, que pagaban diez pesos por ejemplar muerto.

         Los seres noctívagos están condenados a marginalidad. Van por la vida presumiendo ojeras y regalando bostezos, urgidos de una tercera taza de café. Adolfo Marsillach, el actor y dramaturgo español, lo asentaba en una entrevista: –Duermo de día, trabajo de noche, y cuando escucho el murmullo de los niños yendo al colegio… es la hora de irme a la cama.

         Alma de tecolote, sigilo de la lechuza, los hombres de la noche son algo más que zombies o vampiros draculescos. Montan guardia en los hospitales y los cuarteles de bomberos, laboran en los rastros y las centrales de abasto, deambulan en trailers y cabaretes, saltan bardas y roban en despoblado. Sus placeres son otros. Acechan cuando dormimos, pues la noche (y el país) les pertenece.