Los días 1 y 2 de noviembre tenemos en la Iglesia Católica dos grandes celebraciones. El día 1 es la solemnidad de TODOS LOS SANTOS y el día 2 recordamos a todos los fieles difuntos.

Son días de oración, de reflexión y de meditación sobre dos aspectos de la vida cristiana: el primero es el tema de la santidad, el segundo es el misterio de la muerte.

El día de TODOS LOS SANTOS festejamos a todos aquellos que han sido reconocidos como tales y que la Iglesia nos presenta como nuestros intercesores delante de Dios y como modelos a imitar porque han vivido en grado heroico las virtudes cristianas.

Los santos fueron personas como cualquiera de nosotros que escucharon la voz de Dios y respondieron a la llamada a la santidad.

Los santos son como un tesoro espiritual en la Iglesia, ha habido santos en todos los tiempos, los hay de diferentes edades y estratos sociales, hay santos en todas las edades: niños, jóvenes, adultos; los hay de diferentes profesiones: amas de casa, padres de familia, abogados, doctores, enfermeras, arquitectos, filósofos y teólogos; ha habido santos muy sabios y otros muy sencillos.

Unos han sido virtuosos desde pequeños, otros han llevado una vida alejada de Dios pero cuando se encontraron con Jesús, se convirtieron y optaron por la vida cristiana.

La santidad es la vocación a la que estamos llamados todos los fieles cristianos.

En el Bautismo Dios ya nos ha santificado, pero si no se cuida o alimenta ese don precioso, se corre el riesgo de perder la santidad. Dios quiere que seamos santos, por eso nos envió a su hijo Jesús y nos regaló la fe.

Existen 4 recursos para aumentar la santidad que recibimos en el bautismo. Estos recursos son los sacramentos, la Escucha de la Palabra de Dios, la oración y la práctica de la bondad.

Existen muchos santos que seguramente ya están en el cielo, se trata de todos aquellos que han hecho la voluntad de Dios de una forma discreta pero honrada y transparente, se trata de todas aquellas personas que han vivido de forma discreta y ordinaria la vida cristiana.

El día posterior a TODOS LOS SANTOS, el 2 de noviembre la Iglesia conmemora a TODOS LOS FIELES DIFUNTOS. Oramos por los difuntos porque delante de Dios, ellos están vivos. Como dice el mismo evangelio “Dios es un Dios de vivos, no de muertos” (Cfr Lc 20, 38).

Por esta razón el lugar donde se sepulta a los difuntos se llama campo santo o cementerio. La palabra cementerio significa “dormitorio”. El cementerio es el lugar donde se duerme esperando despertar en la resurrección.

La oración que hacemos por los difuntos, como también nos enseña la Sagrada Escritura, es para suplicar la misericordia divina por ellos; para que Dios perdone todas sus culpas y los pecados que en vida no hayan podido reconciliar Cfr 2 Mac 12, 45.

Humanamente hablando la llegada de la muerte pasa por la experiencia amarga del dolor, del llanto, del luto, de la tristeza, de la sensación de la oscuridad, sin embargo en medio del túnel de esa experiencia, la fe nos permite contemplar la luz de la Gloria divina manifestada en la resurrección de Cristo.

Pues para los que creemos en Dios, la muerte es un paso obligado para encontrarnos con él. Pues nada escapa a los designios divinos, como dice también la Sagrada Escritura, “en la vida y en la muerte somos del Señor” ( Rom 14, 8). “Nada nos separará del amor de Dios, ni siquiera la muerte” (Rom 8, 39).

Además, vista desde la fe, la muerte es otra manera de participar de la pasión de Cristo. Cristo siendo Hijo de Dios, experimentó la muerte, por lo tanto cuando morimos, participamos de su misma muerte, porque esperamos también participar de su resurrección.

Una vez que se terminan los días de nuestra morada terrena, se nos entrega una morada eterna; al momento de la muerte se nos abre la puerta para la vida definitiva. Lo maravilloso que nos enseña la fe, es que detrás de esa puerta nos espera Dios con los brazos abiertos para introducirnos en la patria eterna donde ya no habrá llanto, ni luto, ni dolor.

Este 2 de noviembre, recordamos a todos nuestros difuntos, de manera especial a todas las víctimas de la violencia así como a todas las víctimas del COVID-19. La muerte ha hecho estragos en las familias mexicanas, ha traído luto y dolor en los hogares.

Junto con toda la Iglesia ofrecemos nuestras oraciones por todos los difuntos; pedimos para que Dios tenga misericordia de ellos y los lleve a gozar del cielo; estas oraciones nos recuerdan además que un día también nosotros vamos a morir y necesitaremos también que otros oren por nosotros.

Por eso, con toda la Iglesia decimos, “Que las almas de nuestros fieles difuntos, por la misericordia de Dios manifestada en la pasión y muerte de Cristo, descansen en paz”.
Pbro. José Manuel Suazo Reyes