Por David Martín del Campo.- Todo comenzó con la filmación de “Spectre”, la película de James Bond en el otoño de 2016. El agente 007 cumplía sus peripecias en las azoteas de la ciudad de México mientras en las avenidas se desarrollaba un desfile apoteótico en torno al Día de Muertos.
Fue tan espectacular que desde entonces hemos iniciado el hábito de celebrar la multitudinaria procesión de mojigangas, pero con ribetes internacionales.
Calaveras de cartón, carros alegóricos, calaveras mecanizadas, bandas musicales, calaveras de oropel… calaveras, calaveras, calaveras. De pronto pareciera como si el tzompantli resucitara y todos, niños, turistas y religiosos, celebrasen ese lúgubre montaje a carcajadas compartiendo algodones de azúcar.
Luego se quejan del contenido cotidiano de los noticiarios nocturnos; los muertos de Culiacán, los de Uruapan, los del penal de Atlacholoaya, los de Chilapa y los huachicoleros abrasados en Tlahuelilpan. Aunque púdicamente le embocen el rostro, cadáveres quedan para el televidente que, de tan rutinarios, comienzan a provocarle bostezos.
Los cronistas recuerdan el horror, por no llamarlo repulsión, de cuando los soldados de Hernán Cortés enfrentaron aquel emparrillado al pie del templo de Huitzilopochtli donde eran exhibidos los cráneos de centenares de decapitados. El legendario tzompantli que hemos heredado a lo largo de la historia nacional y que se repite en el recuento cotidiano… las cabezas de Hidalgo, Allende, Aldama y Jiménez exhibidas en los muros de la alhóndiga de Granaditas, como después el cadáver de Zapata, el de Carranza, el de Colosio. Exhibir al occiso como una forma de apercibimiento ciudadano.
Tal pareciera que los muertos, de todo tipo, nos acompañarán hasta las calendas. Y no nada más porque la doctrina cristiana esté fundada en la exhibición del Mártir del Calvario, sino porque nuestra cultura asimiló perfectamente ese ritual luctuoso con los ceremoniales autóctonos vigilando la piedra de los sacrificios. Esto es: morir por el puñal de obsidiana o por el martirio de la crucifixión. De ahí que la celebración del Día de Muertos se haya convertido en una conmemoración que linda con lo apoteótico. Vivir para celebrar la muerte, vaya la paradoja nacional.
Recuerdo que, durante mis días como funcionario, eran frecuentes las visitas escolares a los diversos centros ceremoniales administrados por el INAH. Llegaban los niños y nunca faltaba la pregunta de los pequeños: “¿Y los niños? ¿Qué nos pueden decir de los infantes en aquella civilización?”, a lo que algunos arqueólogos respondían sin tocarse el corazón. “En las esquinas de este basamento se hallaron veintiún niños enterrados, que era una forma de consagrar la edificación del centro ceremonial”. Sí, niños pasados a cuchillo. Así que no nos sorprendamos luego de la “calaverización” de la vida cotidiana.
Ninguna cultura, como la mexicana, ensalza tanto la presencia de la muerte. Ya se ha dicho, desde la calavera “Catrina” de José Guadalupe Posadas, hasta el poema insomne de José Gorostiza, “Muerte sin fin”, pasando por el pan de muerto, las calaveras de azúcar y la película “Coco” de dibujos animados. A ratos pareciera resonar entre nosotros el grito de José Millán Astray ante el rector de la Universidad de Salamanca, don Miguel de Unamuno, “¡viva la muerte!”, cuando iniciaba la guerra civil española, y que se convertiría en la arenga fascista de desprecio a los intelectuales.
No me hacen muy feliz los niños pintados de calaveras. Menos los que, luciendo el cráneo plastificado, piden limosna al susurro de “¿no me da para mi calaverita?”. Qué, ¿no se han puesto a pensar lo que dicen? Pero las tradiciones son las tradiciones y los usos sociales, eso. El cempazúchil y los huesos, las ofrendas y el incienso apoderándose de los cementerios, los muertos grandes y los chicos, la calavera transformada sincréticamente en la calabaza del “Halloween”. Es necesario decirlo: la nuestra es, por fin, la patria de los zombies. ¿No habrá, en este patético santoral, un día para celebrar la vida? Vaya que nos hace falta.