Por David Martín del Campo.- Pareciera un contrasentido. San Diablo, el demonio santiguado, yo qué sé. Tenía fama de no dejarse entrevistar, que era un genio huraño transitando de Juchitán a Oaxaca, hurgando en las cañadas de la Mixteca, buscando bichos y leyendas. Aquel verano se dio por fin el encuentro y logré conversar con él en algo que el pintor Sergio Hernández, nuestro interlocutor, mencionó como la primera entrevista que se animaba a dar. Era el año de 1992.
Francisco Toledo pidió un pozole blanco, un mezcalito, tortillas y un vaso de agua de piña. Estábamos en una fondita de la calle Macedonio Alcalá y yo, como si desgranara una mazorca, intentaba arrancar las claves de su genialidad; si la había. Entonces lo entendí todo: Francisco Toledo era un resucitado. Ahí lo explicó… cuando niño, 1946, 47, ya habían matado a su primo Benjamín, a su tío, al compadre Melesio. Era una vendetta familiar, los López (su primer apellido) contra los Aquino, y un mes mataban a uno de estos, y el otro a uno de aquellos. Así fue como el viejo zapatero –más bien confeccionaba huaraches– decidió que su hijo Francisco Benjamín, para salvar la vida, abandonara Juchitán para irse a vivir con las Toledo, que eran las tías de Minatitlán, donde el muchachito cursó indolentemente la educación primaria.
Se escapaba de la escuela, de la casa, se iba al cerro. Había un canal cerca de la milpa, y en el canal abundaban los sapos. Luego estaban las liebres (no los conejos), los coyotes hostigando el gallinero, y los cuentos de sus tías, de sus compañeros de escuela, de sus abuelos cuando visitaba la casa de los López. Sólo que ahí no podía quedarse, la vendetta seguía flotando en el aire, el muchacho fue enviado a la ciudad de México para que estudiara lo que fuera, sí, arte, al fin que se le daban los dibujitos. En la ciudad el joven Francisco descubrió dos cosas: que jamás podría equipararse con sus compañeros de escuela, tan elocuentes y distinguidos hablando de Miguel Ángel y Caravaggio, porque él era poco más que un indito ladino expatriado al que no abandonaban sus obsesiones. Y muy pronto comenzó a destacar por eso mismo… pintaba seres peculiares, cangrejos, saltamontes, iguanas que parecían surgir de la tierra misma.
Con el primer dinero obtenido por sus cuadros se pagó un viaje a Europa. Roma, Florencia, París, donde se matriculó en la academia para continuar los estudios, que muy pronto abandonó. Pintaba en su buhardilla parisina, donde no cabían los lienzos, y por ello se trasladaba al zaguán donde la portera se quejaba de aquel batidillo de pigmentos que ese «bougnol» americano le dejaba en el portal. Así fue como llegó a oídos del cónsul mexicano esa historia, y Octavio Paz en persona fue a visitarlo para mirar aquello. Le ofreció entonces un taller en la Casa de México, le presentó a Rufino Tamayo (su paisano), nació la leyenda de Toledo.
Pero lo suyo seguían siendo las visiones de un niño maravillado con los bichos del monte. Liebres copulando, sapos, sabandijas de todo tipo habitando las leyendas que contaban sus tías y abuelos. No el arte abstracto, enseñoreando por entonces las galerías de medio mundo; no el arte popular mexicanista, destiñéndose en los murales de Diego y Orozco. Lo suyo no podía ser de otra manera más que la visión de un chamaco inocente, pintándose materialmente del salón de clases, porque sabía que estaba viviendo de milagro, y por ello en su mirada habitaban los ojos de un santo franciscano buscando al buen lobo, o el diablo mismo aullando en la cañada de los coyotes.
La obra de Francisco Toledo, fallecido días atrás, no es otra cosa que la mirada de la inocencia primigenia. El deseo sin pecado, los colores terrenales, las sabandijas que somos bajo la piel. Mucho se ha hablado de sus compromiso comunitario, del apoyo a los pintores oaxaqueños, la fundación del Instituto de las Artes Gráficas de Oaxaca, la colaboración desinteresada para este o aquel proyecto de la sociedad civil. Sí, aunque lo suyo pertenecía más bien al silencio, las primeras horas del amanecer, las alimañas desentumiéndose, porque la travesura está pendiente en el lienzo. La infancia es inocencia, un grito bajo el sol, no otra cosa.