Para Beatriz Zalce

Por: Elvira García.- La vida humana es un soplo, apenas un instante en la eternidad del Universo.
Lo pienso hoy que tengo 71 de edad. Busco las huellas de mi pasado, y en él
hay un cúmulo de personas que han acompasado ese instante, para hacerlo
luminoso, divertido, e intenso.

Dos de ésas personas fueron José Agustín y Margarita Bermúdez. Los conocí
en 1971. José Agustín ya tenía el reconocimiento por su primera obra: La
Tumba, que le publicó -con sus propios recursos financieros- su guía literario
Juan José Arreola, quien conoció el proceso de esa novela durante el tiempo
que Agustín fue becario del Centro Mexicano de Escritores.

Ya para aquel 1971, José Agustín tenía dos libros más a la venta: De Perfil e
Inventando que sueño. Lo recuerdo siempre contento, intensamente alegre; en

mi memoria auditiva, suena aún su voz, siempre aguda. Agustín escribía y leía
de tiempo completo.

Nos unían los libros, la pasión por el rock pero, básicamente, el ser
padres por primera vez, con nuestras respectivas parejas.

Ese año, Margarita y yo estábamos embarazadas, con una diferencia de
cinco meses. Su primogénito, Andrés, nació en mayo de 1972. Nuestro hijo
Iván Federico, el 3 de octubre del mismo año.
Así las cosas, a las mujeres nos unió la maternidad y a los padres la
música y el I Ching.

En su inmensa bondad, Margarita, con todo y su panza de embarazada,
me ayudó a retirar las marcas de vida que dejaron dos ancianas en un antiguo
departamento de la antes no famosa Avenida Nuevo León, frente al Parque
España.

Sin que yo se lo pidiera, ella quiso auxiliarme.

Así pues, armadas con dos filosos cuchillos, derrumbamos las montañas de
parafina que dejaron esas señoras en todas las habitaciones de ese pequeño y
oscuro departamento, al que llegaríamos Rogelio y yo, apenas seis meses
antes que naciera nuestro primogénito, el que llevó el sol al hogar.

Por esa coincidencia, y otras, íbamos al departamento de José Agustín y
Margarita a hablar de libros, de música clásica y rock pero, más que nada, de
nuestros hermosos bebés. Hay muchas fotos que testimonian ese instante.

Para mí, José Agustín era un sabio. Me llevaba siete años, pero había leído
montañas de libros, escuchado la más importante música sinfónica y de rock,
fumaba mariguana y tabaco, conocía a profundidad el I Ching, sabía
interpretarlo y era ya un escritor con fuerte arraigo de lectura entre jóvenes,
porque, en sus tres primeras novelas, nos decía “las netas”.

En esa etapa de amistad, de visitarnos, descubrí que la hermosa Margarita era
el brazo firme en el cual Agustín se apoyaba; con su suavidad, y su voz dulce,
sabía poner en cada lugar lo que valía la pena, y lo que no.
Ya para los años setenta, se había reconciliado con él, después de aquel
romance que Agustín sostuvo con Angélica María y por el cual, Margarita
Bermúdez dejó el espacio donde vivía con él.

Como es sabido, el acaramelado amor de José Agustín con la Novia de
México, terminó meses después. El resultado fue una película dirigida por el
escritor, la cual hoy pocos recuerdan: Cinco de chocolate y uno de fresa, que
pasó sin pena ni gloria.

Angélica era la cantante sensación de los años sesenta y setenta; aquel
romance fue la comidilla social y de clases, pues escandalizaba que la blanca y
bonita se enamora del moreno, casado y poco guapo, para los cánones de
belleza de la televisión mexicana de ese tiempo.

Sin duda, eso le importaba poco a Angélica María, quien, décadas después,
confesó que se dio “la enamoradota de su vida”, seducida por el talento, la
simpatía y la viril personalidad de José Agustín, un muchacho dispuesto a

romper todas las reglas sociales, como Gabriel Guía, el personaje de su
novela: La Tumba. Aquel romance terminó meses después.

Luego, el placer de José Agustín por fumar mota lo llevaría hasta la cárcel, un
mal día en que el I Ching no le auguró que una turbulencia rondaba su futuro
más próximo, el del 14 de diciembre de 1970 cuando llegó a casa del
compositor de la música de su película: Ya sé quién eres (te he estado
observando) y ocurrió un operativo policiaco.

No era José Agustín el objetivo principal de esa redada que planeó y ejecutó
Arturo Durazo; pero “El Negro” lo tomó preso, porque sí fue Agustín el dueño
de una lata que contenía la hierba verde.

Lo aprehendieron y encarcelaron en Lecumberri. Siete meses después, el
sábado el 7 de julio de 1971, saldría de la cárcel, gracias a las influencias que
movió su fugaz suegra: Angélica Ortiz.

Quizás el I Ching le habría dicho ese día que todas las personas que pasan por
nuestras vidas, un día nos volverán a hacer falta.

Lejos de ser un lastre en la vida de Agustín, Lecumberri fue su acicate. Ahí
empezó a escribir la novela: Se está haciendo tarde (final en laguna).

Lo confesó al Suplemento El Búho, que dirigía su gran amigo René Avilés
Fabila:

“Lecumberri hizo conocerme muy bien y me regresó a la literatura que es mi
vida” (…) “Fue un empujón grandísimo que me dio el destino para poder
seguir adelante y no estancarme”.

Efectivamente, el Palacio Negro lo alejó un tanto del guionismo, pese al éxito
que luego obtendría con “El apando”, de José Revueltas, libreto que
escribirían ambos. También la cárcel le abrió el camino hacia la cercanía con
Revueltas. Con el tiempo, José Agustín puso distancia de su gana de ser
cineasta; la cárcel lo devolvió a su profesión, con mayor rigor y certeza.

Se volcó en su literatura, y en leer aún más que antes.

Poco después, dejó el Distrito Federal para habitar la casa que fue de padre en
el Fraccionamiento Las Brisas; el jardín parecía un vergel, las flores cegaban
con sus colores tan brillantes, los troncos de los tabachines se inclinaban para
recibir a los huéspedes; y el sol, siempre el sol.

A esa casa llegué otra vez, en los años noventa, con mi nuevo compañero,
Jorge.

Los instantes de felicidad son fugaces para todos. En ese verde esmeralda del
jardín, me reencontré con José Agustín y Margarita, Ambos me regalaban el
mismo afecto, la misma sonrisa. Agustín trabajaba más que en los años
setenta, pues desde finales de esa década era profesor invitado en
universidades de Denver, de California-Irvine, y en la de Nuevo México.

También se desempeñaba como traductor, ya muy reconocido desde que lo
hizo por primera vez, en 1969, con el libro: Alucinógenos y cultura, de Peter
F. Frust; El viejo y el mar, esa hermosa novela de Ernest Hemingway, la
tradujo en 1986, y así, siguieron otras.

En la década del noventa, colaboraba también en diarios y revistas.

Hacía años que había recibido la Beca Guggenheim (77-78), el Premio
Latinoamericano de Narrativa Colima, en 1983, por su obra: Ciudades
desiertas.

En 1993, acababa de ser honrado con el Premio Nacional de Literatura Juan
Ruiz de Alarcón, por su trayectoria y aportación a las letras mexicanas.

Únicamente lo tuve de frente esa otra ocasión; luego, lo seguí en sus
colaboraciones periodísticas y en sus nuevas obras.

Me emocionó que le dieran el Premio Mazatlán de Literatura en 2005, por su
última novela: Vida con mi viuda.

Con esa pieza, se retiró de la novelística, por asuntos del destino.

En una entrevista que se hizo a sí mismo, recopilada en el libro:
Autoentrevistas con escritores mexicanos, de Ignacio Trejo Fuentes e Ixchel
Cordero Chavarría -publicado en 2007 por el entonces Conaculta- Agustín nos
mete a su cocina; a esa donde quita, agrega, salpimenta, adereza, corta, añade

frases, quita tramos completos, suma historias que van a formar parte de: Vida
con mi viuda.
De hecho, confiesa cuánto le ayudó su hijo Andrés, editor de Planeta en ese
entonces, siendo su lector, sugiriéndole cambios, añadiendo énfasis,
aderezando. De hecho, ya la novela en manos de esa editorial, todavía Agustín
le haría importantes cambios a sugerencia de los propios editores y de su hijo.

Esto no es común que lo den a conocer los escritores, al menos no los
mexicanos afamados, que se cuidan de decir cuántos ajustes hicieron a sus
obras exitosas, a sugerencia de sus editoriales.

Agustín lo hizo. En esa autoentrevista, se dejó ver como era: dispuesto a
escuchar otras opiniones, aceptando que algunos pasajes de una trama podrían
mejorar.
En esa confesión estaba el José Agustín del 2006 que nos contaba sus dudas,
su afán por mandar a la imprenta un libro mejor acabado; de hecho, escribió:

“Lo que he vivido con Vida con mi viuda es incomparable. En lo personal,
además de las recompensas, representó una muy especial, anonadante forma
de enfrentarme a mí mismo”.

Un año después, quién iba a saberlo, Agustín cayó de una altura de dos metros
hacia el vacío, desde un escenario en el que firmaba libros, en el Teatro de la
Ciudad en Puebla.

El accidente lo mandó al hospital. Pasó veinte días en terapia intensiva a causa
de una fractura en el cráneo, la cual le dejaría secuelas para el resto de sus
años. La vida para él, y su familia, no volvería a ser la misma.

Luego de salir del nosocomio, se recluyó para siempre en aquella casa plena
de flores multicolores.

La comunidad literaria, que admiraba la obra de José Agustín, se conmovió
ante esa tragedia, aunque no lo confesara.

En aquella condición física que no iba a cambiar, dicha comunidad le otorgó,
en 2011, tanto el Premio Nacional de Ciencias y Artes en Lingüística y
Literatura, como la Medalla Bellas Artes.
Hace unas semanas, en un instante todo volvió a cambiar:

José Agustín falleció el 16 de enero del 2024. Era Mono de Madera, según su
libro de cabecera, el I Ching. Se fue, pues, ese ser que era minucioso y
metódico, con ansias de conocimiento. Su signo estaba marcado por la
creatividad, la longevidad y la sabiduría. Su elemento Madera lo hacía un ser
generoso y animado, íntegro y honesto. Su símbolo Mono en el oráculo chino
lo arraigaba a la tierra.

Tal vez por ello, después de aquel accidente de 2007, luchó durante diez y seis
años por quedarse entre nosotros, en este mundo.