Por David Martín del Campo.- Así se canturreaba en los juegos infantiles. Que llueva, sí, “que llueva, la Virgen de la cueva”. Sobre todo en agosto, y sus relámpagos. Pero este año la lluvia, y las tormentas, se han excedido. Inundaciones en Hidalgo, en Morelos, en Campeche y Tabasco, para variar. Seis meses de estiaje, en que nos equiparamos al clima sahariano, y seis meses de diluvio en que los autos son arrastrados por la creciente igual que juguetes. Abundancia y carestía (de agua), es el castigo al que nos ha llevado el cambio climatológico.

         Las escenas de Tula, por ejemplo, son patéticas. En una semana la ciudad fue arrasada por la creciente del río que alimenta las presas de La Requena, Danxhó y Endó, en su discurrir hacia las cañadas de la Huasteca. El hospital del IMSS quedó inundado y decenas de pacientes murieron virtualmente ahogados, toda vez que el nosocomio fue construido junto al cauce original del río, que no había sufrido una avenida así en decenios. ¿El problema?

         El problema es uno: la megalópolis que forman la ciudad de México junto con los municipios conurbados del Edomex (Chalco, Nezahualcóyotl, Chimalhuacán, Tlalnepantla, Naucalpan y Atizapán) desfogan, no tan naturalmente, hacia el nororiente de la cuenca. Y lo decimos porque el Valle de Anáhuac fue y ha sido, desde tiempos inmemoriales, una cuenca cerrada donde el gran lago de Teochtitlan se autorregulaba. Igual que Pátzcuaro. La acelerada urbanización de la cuenca, desde mediados del siglo pasado, obligó a drenar la urbe con algo más funcional que el ancestral Tajo de Nochistongo, que permitía la salida de las aguas de desecho de la metrópoli mediante el muy moderno (en su tiempo) canal del Viaducto.

         Así fue construido el Sistema del Drenaje Profundo (inaugurado en 1975), y que deriva en el Túnel Emisor Oriental, a razón de hasta 80 metros cúbicos por segundo. El caudal llega, finalmente, a los referidos embalses de La Requena, Endó y Zimapán, donde el río Tula fluye convertido en río Moctezuma hasta confluir con el Pánuco y desembocar en la barra de Tampico.

         De modo que, lector querido, cuando te lavas los dientes en la colonia Del Valle (con agua suministrada por el sistema Cutzamala, desde las inmediaciones de Michoacán y el Estado de México), esa agua que fluye por el lavabo llegará, semanas después y un poco revuelta, a las Escolleras de Miramar, en Tampico; es decir, territorio de Tamaulipas.

         Y nos quejamos.

         El problema, entonces, radica en la condición artificial en que es suministrada y drenada el agua de la Metrópoli. Las lluvias torrenciales de la semana anterior llevaron a que los embalses referidos fueran sobrepasados y en su natural desfogue anegaran las riberas del río Tula. Es una cuestión irremediable. La concentración urbana del Valle de México es del todo antinatural, y de sólo imaginar su remedio no quedan más que soluciones de tipo distópico, que no ocurrirán.

         La guerra del agua, en un exceso de imaginación, sería la del Norte contra el Sur. Es decir, el territorio de Arido-América contra el torrencial paraíso del Sureste; en teoría. Los huracanes, con su cadencia cíclica, se encargan de paliar un poco esa frontera hídrica que divide al país en dos. Desde mediados de agosto, y todo septiembre y octubre, los huracanes barren el Caribe y el Golfo para adentrarse en el territorio nacional ocasionando cuantiosos desastres, pero colmando los embalses y humedeciendo los eriales castigados por el estío.

         La lluvia lo es todo. Inician a mediados de mayo y concluyen, normalmente, con el Grito de Independencia. Cuando se exceden barren con todo, está mencionado en las Escrituras, “porque haré llover sobre la tierra durante cuarenta días y cuarenta noches, y exterminaré de sobre la haz del suelo todos los seres que hice”; por lo menos en Tula. O como la otra dulce lluvia de nostalgia que humedece las páginas de Macondo, cuando llovió puntualmente “durante cuatro años, once meses y dos días”.

         Lo demás es consecuencia de los desatinos. Fincar en el cauce de los ríos o bajo los cerros amenazados de aluvión, obliga a las tristes noticias de cada fin de verano. Que llueva, que llueva, y la Virgen en su cueva guarde, por fin, la gabardina.