Por David Martín del Campo.- Supongamos que así se llamara ese país: la República de Supongamos. La ley fundamental sería la Suposición Nacional, y sus ciudadanos los suponentes. Un país, supongamos, de leyes, donde el pueblo, supongamos, las obedece, y las autoridades, supongamos, garantizan la felicidad del pueblo.

         Hace un año vivimos en “dejá vù” la catástrofe de 1985. El terremoto de entonces cimbró las estructuras del país y no sería demasiado aventurado asegurar que el cambio político que vivimos (“la cuarta república”) es consecuencia de aquel sismo que derruyó buena parte de la infraestructura urbana del entonces Distrito Federal. En aquel evento la ciudadanía tomó conciencia de la necesidad de sobrevivir a cualquier precio, e incluso por encima del gobierno, de modo que de esa solidaridad nació la conciencia que tres años después impulsara la campaña del Frente Democrático Nacional que puso en jaque (y posiblemente derrotó) al candidato oficial Carlos Salinas.

         23 años después, cuando los muchachos retornaban aburridos al salón de clases luego del “simulacro” sísmico, ocurrió otro de verdad que igualmente causó estragos en la ciudad capital y otras poblaciones de Morelos, Guerrero y Oaxaca. La Naturaleza, a ratos, es chocarrera, y la coincidencia en el calendario marcó al 19 de septiembre como un día siniestro en el santoral.

Mi diccionario ofrece como sinónimos de “simulacro” los sustantivos imitación, maniobra, simulación. Aunque el concepto debiera referirse más bien a zafarrancho o alarma, el simulacro nos recuerda la fragilidad de nuestra existencia, sobre todo si habitamos en esa mitad de país proclive a los temblores. El simulacro sísmico nos ejercita, nos habitúa, nos sitúa en la vulnerabilidad intrínseca del existir.

Por ello es que de aquí a un siglo la fecha coincidirá con innumerables simulacros para saber qué hacer cuando se advierta de la proximidad de un terremoto. Yo, en lo personal, he optado por una norma sencilla: al escuchar la alarma sísmica sé que dispongo de 42 segundos para salir del sitio en que me encuentre, si es que se ubica en los primeros tres pisos del edificio. En voz alta comienzo a contar, “dos, tres, cuatro…”, a sabiendas de que el primer segundo se perdió con la sorpresa. En esos segundos hay que acopiar lo indispensable: llaves, cartera, celular, zapatos, chamarra, antes de lanzarse a las escaleras. “Salvarse personalmente”, es la consigna, que después ya estaremos preguntando por los seres queridos. Ahora que si nos encontramos en un piso superior, la fórmula personal de salvación es ésa que inicia “Padre Nuestro, que estás en los Cielos…”

         El término, sin embargo, no es novedoso en la convivencia nacional. Piénsese, si no, en las rutinas del día a día, los impuestos evadidos, las mordidas, los arreglos al margen de la normatividad, y la ley misma cuya observancia es a nuestra conveniencia. Es decir, ese simulacro de país que vivimos y sufrimos cotidianamente. Así que simulamos y ensayamos, nos ejercitamos, maniobramos en la nación del “como si”, de modo que nuestra existencia transcurre más en la suposición (ya lo decíamos) del país Supongamos.

         Así que supongamos que hubo un candidato en campaña permanente que, no obstante vencer en las elecciones, no se contenta con eso y pretende prolongar por siempre la campaña en giras y contragiras (“de agradecimiento y difusión”) porque lo suyo, más que trabajo de mesa y síntesis, es el careo con las masas en la plaza pública. Supongamos que hubo un partido que fue, durante decenios, “el Partido” que hacía y deshacía, y que ahora, en el desfiladero de la historia, simula que nada ha pasado y que su propuesta política ha sido rebasada por ambos carriles, de modo que no le queda (mírenles las caras) más que “fingir demencia”.

         Supongamos, entonces, que en el país de las suposiciones y las simulaciones todo será como debió ser antes, cuando Juárez, cuando Madero, cuando Cárdenas, y suponiendo que todo tiempo pasado fue mejor, hagamos el simulacro de una nación en que el futuro es el pretérito, al fin que, como dice el refrán ruso: “pretender el pasado es lo mismo que perseguir al viento”.