QEPD

Por David Martín del Campo.- Nunca le dieron gusto. La idea de la democracia es de todos… y de cada quien. El problema del partido era (y sigue siendo) que siempre ha dependido del autócrata. Lo que el Jefe Supremo piensa es lo correcto, y lo que denuesta es abominable del todo. Su mirada, en todo caso, apuntará siempre a un futuro de promisión.  

    Habían sido las elecciones de julio de 1988, y el presidente en turno iniciaba su último informe de gobierno cuando el diputado Muñoz Ledo, alzándose de su curul, tomó la palabra para interpelar al primer mandatario, Miguel de la Madrid. Escándalo, alboroto, campanilleos del presidente de la sala. El diputado intentaba interpelar al Señor Presidente, pero como no se pudo, debió abandonar la curul vapuleado por la mayoría.  

    Era el 1 de septiembre de 1988 y de aquella Corriente Democratizadora del PRI, al lado del ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas, el desprendimiento de esa facción iniciaría las coaliciones que sumaron, con el tiempo, una sopa de letras… PMT, PCM, PPS, PARM, PFCRN, PSR y que hoy, metamorfoseado, ejerce por fin el poder. Así que la desaparición física del senador Muñoz Ledo, el domingo pasado, cierra un ciclo en la transición democrática nacional, iniciada por aquel entonces.  

    Cierta tarde comíamos un grupo de amigos en el restaurante André de Coyoacán, cuando en una mesa próxima, donde departían varios políticos, se levantó Porfirio y fue a presumirnos: “Muchachos, salud y entusiasmo, porque vamos a ganar. Yo se los digo, vamos a ganar”. Y alzamos la copa con él, bien a bien no supimos para qué. Sería el año de 1992.  

    El verbo, según mi diccionario, significa “exigir explicaciones sobre un asunto” o “plantear al gobierno una discusión ajena a los proyectos de ley en curso”. Aquel jueves 1 de septiembre Muñoz Ledo no pudo completar su interpelación, y el líder de los trabajadores electricistas, Leonardo Rodríguez Alcaine, así lo festinaba: “Quisieron interpelar al señor presidente, pero nos la interpelaron”. Pura elocuencia versallesca.  

    En su juventud había sido campeón de oratoria, y cuentan que era el redactor de los discursos del presidente Luis Echeverría (1970-76), además de practicante de box y entusiasta bailarín de mambos y pasodobles. Lo que no logró, aunque lo tenía sobradamente merecido, fue contender por la presidencia de la República; posibilidad que sus envidiosos enemigos se encargaron de truncarle en más de una ocasión. No lo hubiera hecho tan mal.  

    Lo han llamado “ave de las mil tempestades”, pues apoyó (desde luego) al PRI de sus mocedades, al PRD, al PAN cuando la elección de Vicente Fox, y finalmente a Morena en los últimos tiempos, aunque muy pronto de convirtió en la voz crítica, insobornable, de ese partido cada vez más unipersonal.  

    Con el fallecimiento del feroz senador, el luto nacional es por toda una época en derrumbe. Ya no más los noticiarios de cine acompasados por la marcha Zacatecas, en que el locutor describía una y otra inauguración, escuelas y plantas eléctricas a lo ancho del país, y que nosotros nos la creíamos. Ya no más ceremonias de besamanos, visitas oficiales de confeti por toneladas, discursos de prosopopeya y lastimoso proletarismo. “¡Y a los desposeídos de la patria, lo que les pido es… perdón!”.  

    Cuántos como él, en estos días, suspiran por no quedar como trebejos arrumbados. Después de tanta enjundia, tantos cónclaves, tantos mítines, anuncios panorámicos, discursos y declaraciones… cuántos no quedarán para palear carbón en la sentina, mientras el voto popular (o su simil) destina a otro en la cabina del capitán supremo.  

    No, no se les puede dar gusto a todos, el poder es imposible de compartir y en el fogueo de las campañas lo que destaca, ahora, es el palabrerío huero, porque la elocuencia de los adalides ha sido aniquilada por los mensajitos mediáticos, twitters e Instagrams, donde lo destacable es la foto sonriente y el abrazo a la abuelita desamparada. “Qué buenos somos todos, ¿verdad?”, y la voz de los tribunos exigiendo democracia y justicia, reposará bajo las sombras del cementerio.