Por David Martín del Campo.- Hasta aquí, ¡basta! Una decisión que ocurre pocas veces en la vida. No más. Ahí nos vemos.
Renunciar es el verbo y conlleva un cúmulo de frustraciones que dejan asomar, por cierto, la ilusión del retiro. Hacer lo que se tiene que hacer cuando no hay nada que hacer… porque el tiempo, finalmente, es el gran tema de fondo.
La semana pasada Tom Brady anunció su retiro definitivo de la Liga Nacional de Futbol americano (NFL), provocando desconcierto entre sus aficionados. ¡Cómo, después de 7 mil pases completos que facilitaron la victoria de sus equipos, así nomás se despedía? El “colocador” del balón por antonomasia declaraba que ya no jugaría más para los Bucaneros de Tampa Bay, de modo que ciao, a’i se ven. Pero si el chamaco, por Dios, sólo tiene 45 años cumplidos.
La vigencia profesional ofrece sus parangones. Un nadador olímpico está en su mejor momento a los 18 años, nadie puede ser presidente de la República si no ha cumplido 35, el Papa Emérito, Benedicto XVI (recientemente fallecido), renunció al trono de San Pedro a los 86 años. Así que llega la hora de abandonar la piscina de entrenamientos, la silla del águila, la residencia del Castel Gandolfo. Ni modo, nada es para siempre.
Algo no muy distinto le ha ocurrido a Mario Vargas Llosa quien, luego de un publicitado romance de ocho años, ha decidido retirarse en soledad a su piso en el casco madrileño. Durante ese lapso vivió como novio de la “reina de corazones” Isabel Preysler, de sólo 71 años de edad. No ha sido un divorcio (no estaban formalmente casados) sino que el Nobel peruano ha decidido retornar con sus libros, un tanto fastidiado de los cocteles, los paseos en limusina, los paparazzi y los festejos donde todo mundo atiende sus telefonitos para el twitter. Algo de eso lamenta el personaje de su cuento “Los Vientos” (publicado en Letras Libres) donde anuncia de algún modo ese agotamiento anímico de sonrisas forzadas para la portada de Hola!
A todos nos llega el momento, quiérase que no, de “cortarse la coleta”. Le hemos venido dando vueltas año con año, hasta que abrimos la ventana y ¡zaz!, aventamos el arpa. Alguien lo podría equiparar a una suerte de “suicidio laboral”. Dedicarnos a otra cosa, abrir el ansiado changarro, instalarnos en la buhardilla de naftalina y reminiscencias. ¿Por qué no?
Alguna vez lo platicaba con los colegas. ¿Cuál debe ser la edad del retiro? A los 65, los 70, los 77, ¿nunca? Por regla general todos coincidían en lo último, claro, pues ninguno de ellos es quarterback de los Vaqueros de Dallas. Aunque sí, llegará la hora del retiro y los sueños incumplidos.
La anécdota cobra tintes de leyenda. Cuando un grupo de jovencitos universitarios fundaron ICA alrededor del ingeniero Bernardo Quintana, acordaron que forzosamente abandonarían la empresa al cumplir los 65. Ninguno de los integrantes de ICA en aquel 1947 (llamados por la prensa “Ingenieros Consentidos de Alemán”) había cumplido los 30 años. En 1984, a punto de cumplir con la edad límte, mientras sus compañeros murmuraban “no se va a ir, no se va a ir”, el destino cerró el telón en una sala de quirófano.
Retirarse implica una decisión trascendental. Cuando el presidente Porfirio Díaz renunció, en mayo de 1911, era demasiado tarde. Tenía 80 años y la revuelta había iniciado. Si hubiera abandonado el poder cinco años antes, habría pasado a la historia como el gran presidente mexicano. Pero no. El que sí renunció, en 1932, fue Pascual Ortiz Rubio, dañado psíquicamente por el atentado que sufrió (un balazo en la quijada) el mismo día de su toma de mandato, dos años atrás. Así escribió: “prefiero irme y no quedarme aquí sostenido por las bayonetas del ejército mexicano”. Cada quien.
Así que ahora, ido Vargas Llosa de la mansión de Isabel en Villa Meona, y Tom Brady luego de haber obtenido siete anillos de Super Bowl, habría que recordar el aforismo italiano para esos casos, y que dice: “cuando el vigor mengua, avanti con la lengua”. Y no hablemos más.