Por  David Martín del Campo.- Jorge Rodríguez se detiene y mira a la reportera que insiste en su planteamiento: “¿Cuál es su obsesión por lograr el sueño americano?”, como si existiesen tantos anhelos como continentes…

El sueño africano, el sueño europeo, el sueño asiático, ¿el polinésico? El paradigma, en todo caso, sería el norteamericano a partir de su hegemonía mundial desde que concluyó la II Guerra Mundial. McDonalds y Marylin Monroe, General Motors y el Proyecto Apolo, Hollywood y la silla eléctrica; por no mencionar las guerras de Vietnam e Irak, el asesinato de Kennedy, la irrupción de Silicon Valley.

    El siglo XXI será recordado –ya se puede inferir– como el siglo de las migraciones (como el migrante Rodríguez) o, para ser más claros, el de la gran confusión étnica.

    La pregunta salta en cada corte informativo. ¿Qué hacen esos siete temerosos guineanos en la estación de asilo en Tapachula? Porque los agentes migratorios están enfrentando esa novedad; no todos los forasteros sorprendidos en aquella zona fronteriza provienen necesariamente de triángulo de la crisis (Guatemala, Honduras y El Salvador), sino que asoman también los procedentes de Cuba, Haití, Camerún, Egipto.

    ¿Cómo es que han llegado a suelo nacional para continuar su éxodo hacia el norte? La interrogante podría ser respondida en los muelles, de madrugada, cuando los polizones cumplen la primera etapa de su travesía. Lo que está aflorando de ese fenómeno es que los viajeros que inician el periplo de esperanza y muerte no son necesariamente los más pobres de cada país. No; se trata de las “clases medias” depauperadas, ciertamente, pero capaces de reunir unos miles de dólares suficientes para emprender el viaje y sufragar servicios y traficantes que les permitan el traslado, porque sin dinero no hay kilómetro valedero. No menos de 5 mil dólares.

    Lo mismo ocurre en el norte de África, lo mismo en Oriente Medio. Ciudadanos con una cierta educación, un pequeño patrimonio y todo el riesgo para terminar con una vida sin esperanza ni futuro. Y, sobre todo, el miedo reinante por las condiciones de violencia generalizada.

    Es una de las razones por las que estoy donde estoy. Lo he contado una y otra vez: en 1915 una gavilla de facinerosos, que se hacía pasar como tropa de los generales en revolución, se apoderó de Cuquío, en los altos de Jalisco, para decidir que mi abuelo Leopoldo –que administraba una importante tienda– era un traidor, por lo que sería pasado por las armas a la primera hora del día siguiente (y de ese modo despojarlo de sus bienes). Así que apenas enterado, montó en dos mulas con lo que pudo, y así, con mi padre entre los brazos y escurriendo por la barranca de Oblatos alcanzaron Guadalajara para reiniciar la vida desde las condiciones más deplorables. Lo que importaba era salvar la vida, y lo que los impulsaba, obviamente, el miedo.

    La diferencia de estos tiempos con aquellos es la información. Los migrantes de antaño carecían de voz. Eran simplemente estadísticas, aproximaciones que no salían del anonimato a la hora de sucumbir en mitad el trayecto. Ahora no ocurre eso: todo mundo se ha convertido en reportero, alzando el celular, para registrar los detalles de cada centroamericano amonestado por las autoridades migratorias. Sus derechos humanos, se quejan, su dignidad, su fatiga, la desesperación. Y por ello, además de reporteros, todos nos transformamos en jueces condenatorios de tal o cual desplante de la autoridad.

    De ahí la fácil indignación que antiguamente no existía. Y no existía porque no nos enterábamos, o por lo menos no del todo, cuando aquello (insisto) no pasaban de ser estadísticas de anonimato. En estos tiempos del millón de ojos ya nada pasa desapercibido. La cámara de un celular es nuestra salvación… o nuestra condena.

    Por eso cuando a Jorge Rodríguez le preguntaba la reportera cuál es su idea del sueño americano, el hondureño le respondió con impaciencia: “Mire, yo no persigo ningún sueño americano. Yo estoy huyendo, ¿entiende?”. Es decir, nos mueve el miedo. Hoy como entonces lo que importa –lo repetía mi abuelo Polo– es salvar la vida.