Por David Martín del Campo.- Andaba huyendo, para variar, por medio país. La Guerra de Reforma apenas iniciaba y don Benito Juárez era preso por los desleales en el palacio de gobierno de Guadalajara. Un piquete se soldados llegó al salón donde permanecía recluido, y a la voz de su jefe, el teniente Leopoldo Bravo, fueron obedeciendo… ¡Atención, armas al hombro! ¡Preparen, apunten…!

En eso, como en película de Tarantino, apareció el tembloroso Guillermo Prieto, miembro del gabinete presidencial, quien sin más se colocó ante el pelotón arengándolos con las famosas palabras: “¡Alto; los valientes no asesinan…! Todos somos mexicanos y éste es el representante de la ley y de la patria”.

Ha pasado el tiempo desde aquel 14 de marzo de 1858 en que la historia nacional estuvo a punto de tomar un curso impensable. Es prudente imaginar, entonces, si algo similar hubiese ocurrido el 18 de septiembre de 1973, cuando en Monterrey un comando guerrillero atacó al empresario Eugenio Garza Sada (quien tenía 82 años de edad) y lo mató al resistirse a ser secuestrado. Alguien que se hubiera interpuesto llamando a la razón… “muchachos, los valientes no asesinan”. Pero no.

Valentía es la condición de los valientes. Según mi diccionario esa es la índole de los fuertes, los héroes, los valiosos, “los que acometen una hazaña heroica ejecutada con valor”. Surgen estas consideraciones ahora que el director del Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México (el INEHRM), Pedro Salmerón, ha debido presentar su renuncia luego de enaltecer como “valientes jóvenes” a los asaltantes de aquel evento en el que fue ultimado uno de los empresarios más señalados del país, fundador entre otros entes del TEC de Monterrey. El asunto, por cierto, iniciaría el distanciamiento –diríase la guerra fría– que durante el resto de su mandato mantuvo la clase patronal ante el gobierno de Luis Echeverría, y que concluiría en la debacle económica.

Hay muchos tipos de valentía. Por lo general los valientes son los poseedores de bravura, coraje, denuedo, arrojo, gallardía, pundonor, hombría. Los “que tienen agallas”, que es una manera eufemística de referirse a la fuente de la testosterona. Un valiente es la contraparte de la cobardía, y ése ha sido por antonomasia el troquel de los mexicanos. Bravos, machos, entrones, hombres sin miedo que tienen su espejo en la figura de Pedro Armendáriz, Luis Aguilar, Emilio Fernández, Jorge Negrete, vamos, los hermanos Almada o Mauricio Garcés inclusive.

Bajo el concepto se esconde la voluntad de dominio. El valiente domina, vence, impone su voluntad a partir del desempeño de su arrojo. El Príncipe Valiente de nuestras mocedades, ¿qué hacía sino defender a la corte del rey Arturo ante sus múltiples acechanzas? Valiente, hay que decirlo, el Ché Guevara en las cañadas bolivianas donde fue capturado, en 1967, y cuyas últimas palabras ante el temeroso ejecutor fueron: “No tiemble usted; va a matar a un hombre”. O los Niños Héroes del Castillo de Chapultepec, defendiendo lo indefendible, cuando la ocupación militar del ejército yanqui, en aquel septiembre de 1847, era un hecho consumado.

El problema es el uso impreciso de los adjetivos. Quizá lo que el funcionario renunciante quiso decir al celebrar la acción del comando de la Liga Comunista 23 de Septiembre, fue que los subversivos del grupo eran temerarios, imprudentes, tal vez pueriles. Pero “valiente” pareciera una calificación excesiva, máxime cuando en la consumación de un delito se actúa con los agravantes de ley, a saber, alevosía, premeditación y ventaja.

¿Valientes? Valiente Vicente Guerrero, que murió con gallardía ante el pelotón de fusilamiento, valiente incluso Maximiliano de Hasburgo, que no se dobló tampoco ante el paredón. No son valientes los que atacan en colusión de las sombras, armados y con toda la ventaja, lo mismo en la combi del transporte público que en los retenes que monta el crimen organizado. No nos confundamos; más que valentía, a veces se requiere más de la prudencia.