Por David Martín del Campo.- El himno lo recuerda en su tercera estrofa, “piensa, oh Patria querida, que el Cielo, un soldado en cada hijo te dio”. De ahí el tesón con el que cumplíamos el servicio militar, aún imberbes, ¡paso redoblado… alto, ya! El uniforme caqui (“beige”, se encargaba de subrayar el teniente Montiel, nuestro oficial), y marchar y marchar toda la mañana del sábado, porque las prácticas de tiro con Mosquetón 7.62 mm. quedaron suspendidas a partir del otoño de 1968. Qué remedio.  

      El papel del ejército en México siempre ha sido una circunstancia peliaguda. En el siglo XIX, una y otra vez, era utilizado para apoyar las asonadas que se iba sucediendo cada dos o tres años, leva de por medio, para apoyar a los gobiernos del pronunciamiento en turno. Todo cambió, sin embargo, con la Revolución de Madero. El levantamiento nacional de 1910 contra la dictadura de don Porfirio fue de apoteosis. Milicias por cientos alzadas a todo lo ancho del país combatiendo al ejército que defendía al viejo autócrata que pretendió modernizar al país con ferrocarriles y despotismo.   

      Fue el mismo ejército que, durante sus buenos años, formó parte del gobierno, del partido mismo (PRM, PNR), como uno de sus cuatro pilares de sustento; a saber, los sectores campesino, popular, obrero, y militar. La situación varió en 1946, al ser transformado en Revolucionario Institucional, cuando el sector militar abandonó su presencia abiertamente política en las lides del poder. No hay que olvidar, sin embargo, tres actuaciones históricas del ejército mexicano a lo largo del siglo pasado. Primero como fuerza combatiente contra las milicias de la llamada Guerra Cristera, de 1926 a 29, y que costó unos 70 mil muertos en combate, según el especialista Jean Meyer. La segunda actuación fue en la Segunda Guerra Mundial (en las islas Filipinas) con el envío del Escuadrón 201, que combatió (unos 350 efectivos) a las fuerzas de ocupación a cargo del general Yamashita. La tercera fue su empleo en la represión al movimiento estudiantil de 1968, que culminó con la matanza del 2 de octubre en la plaza de Tlatelolco.   

      Ahora se le ha otorgado carta abierta en la lucha (que no “guerra”) contra las mafias del crimen apoderadas de un tercio del territorio nacional. Y no va solo el ejército, sino encabezado por la Guardia Nacional –creada en este gobierno– y que ha quedado finalmente adscrita a su gestión. Es de tales dimensiones la actuación de las bandas de sicarios (no vale la pena repetir las estadísticas de horror sumadas día con día) que se ha decidido que la mencionada Guardia, es decir, el ejército uniformado de color claro, tome cartas en el asunto y encabece el combate (no la derrota) de esas milicias desquiciadas. Es decir, que “se controle” la situación.     

      La aguerrida estrofa del himno, está por demás recordarlo, fue cantada por Francisco González Bocanegra en 1852, a poco de la derrota sufrida por el ejército mexicano en la intervención norteamericana de 1847-49, cuya derrota nos significó la pérdida de la mitad septentrional del territorio nacional, significativamente California y Texas. Sí, sí, “Mexicanos al grito de guerra”, a toro pasado, en esa guerra oprobiosa –no muy distinta a la intervención hoy de Rusia en Ucrania– de la cual no se recuerda una sola victoria del ejército nacional.      

      Todas las lindezas de la lírica se han dicho de nuestros soldados. Que son los “Juanes”, el “pueblo uniformado”, la “herencia de la Revolución Mexicana”. Lo cual está muy bien, porque el problema de fondo, escalando, es que ninguna policía municipal, estatal, nacional, ha podido con el paquete de la contención del crimen (des)organizado que asuela al país. Ahora será el ejército, uniformado como Guardia Nacional, quien se ocupe de ello, a ver, por lo menos hasta 2028. Cosas veredes.     

      Y desde luego, si el clarín con su bélico acento, habrá que esperar cuando las condiciones ameriten el retorno a los cuarteles. Mientras tanto, a velar armas.