Por  David Martín del Campo.- Mucho o poco, tener o no tener, ¿cuánto falta, cuánto sobra? La obsesión por cuantificar el entorno nos viene de antiguo. No suponer que la manada son “muchos”, sino saber que ganamos (o perdimos) el distrito electoral por 17 mil 873 votos.

Desde párvulos nos aleccionaron con eso de relacionar las cosas según los dedos de las manos: dos zapatos, cinco botones, ocho galletas. La lección se volvió manía y las cuentas, hoy, no le salen ni al buen Arturo Herrera, que suda y vuelve a contarse los dedos, con eso del derrumbe petrolero y la recesión en ciernes.

    La pandemia en curso nos ha obligado a retornar a la obsesión numérica. Tarde con tarde atendemos el informe del doctor Hugo López Gatell para enterarnos del avance estadístico de la nueva peste, como si mirásemos al gritón de la Lotería Nacional. ¿Ya son 300, 750, 23 mil 471 los casos confirmados? Y la misma emoción del sorteo prima en el ambiente, con la salvedad de que el premio estriba en NO ser el elegido por el azar. Coincidentemente el lema del aislamiento en casa que ha emprendido el gobierno español es ése: “Un día más, un día menos” (de duración del encierro obligado).

    Así llega el momento de las odiosas comparaciones. En México nos acercamos a las 2 mil 200 muertes por efecto de la epidemia, es verdad, pero en Estados Unidos suman más de 68 mil. Las pautas de referencia, en todo caso, siguen siendo los casos de Italia y España. ¿Nuestras cifras evolucionan de manera similar a las suyas? Y así, cada cual se transforma en un epidemiólogo de bolsillo que saca sus propias conclusiones al despedir el noticiario nocturno.

    El gusto por cifrar la evolución de los fenómenos quedó establecido desde los tiempos de Pitágoras. El valor de “Pi” en la geometría, el índice del Producto Interno Bruto, la fractura de los míticos 10 segundos en la carrera de los cien metros planos, ahora los 36.6 grados centígrados de temperatura corporal. Toda relación humana, a fin de cuentas, puede ser traducida a una relación numeraria. ¿Cuánto levanta tu auto, superaste la crisis de los cincuentas, diez son los mandamientos que nos heredó Moisés? Habría que atenderlos, comenzando por aquel que reza: “Quédate en casa”.

    Los números sirven para anclar eso que llaman la “inteligencia sinóptica”. La relatividad del mundo se puede reducir a fórmulas y ecuaciones, así que nuestro empeño por cifrarlo todo va encaminado, obvia decirlo, a simplificar la comprensión de las “partes”. O, como decían en la escuela, “por favor, pónmelo en peras y manzanas”, porque sólo así, comenzando por las partes, es que se comprendían las complejidades del “todo”.

    En casa mi padre había improvisado una escala en el marco de la alacena, donde cada estación iba marcando el crecimiento paulatino de nosotros sus hijos. Uno cuarenta y cuatro, uno sesenta y dos, hasta llegar al punto, iniciando el servicio militar, en que el cotejo de la estatura se suspendía. Dígitos, guarismos, porcentajes y estadísticas. Nunca llegamos a imaginar que dependeríamos tanto de esos números que no eran más que trazos de gis en el pizarrón.

    El problema es que podemos estrellarnos. De tan absortos que vamos revisando el tablero, donde el tacómetro habrá de revelarnos el sometimiento de la famosa “curva” de ascenso de la infección, las estadísticas y los porcentajes que nos permitan avizorar el triunfo sobre la pandemia… decía, nos olvidamos de alzar la vista y mirar a través del parabrisas donde la realidad está evolucionando (en franco deterioro) para anunciarnos un país irreconocible sumido en el desempleo, el empobrecimiento y la ruina general. Algo que nunca se contempló en los discursos electorales del verano de 2018.

    Llegará el momento de aquilatar esas alarmantes cifras que hoy nos quitan el sueño. La economía es el arte de administrar los haberes de casa (esa “casa” que denominamos país), y de cómo combinarlos numéricamente para lograr la siempre añorada prosperidad. Nadie hubiera imaginado que un bicho microscópico fuera a revolcar de tan feo modo nuestra muy imperfecta realidad… que ya añoramos como el moro de Granada.